La palabra es creadora. Crea realidades de acuerdo a una intención determinada. El cabalista Moisés Cordovero decía que “la intención marca la dirección” y esto es totalmente cierto en referencia al tema que trataremos hoy: la bendición y la maldición.

Bendecir es bien-decir, decir bien, canalizar nuestras energías con nuestras mejores intenciones, con un fin constructivo y positivo.

Por otro lado, maldecir es mal-decir, decir mal, emitir juicios o intenciones negativas que dañan, limitan y muchas veces generan barreras en el entorno. La maldición, aunque no siempre seamos conscientes, tiene un efecto energético que puede repercutir tanto en quien la emite como en quien la recibe. Es un acto de distorsión de la palabra y de la energía, que en lugar de construir, destruye.

La palabra, ya sea de bendición o de maldición, actúa como una herramienta de creación o destrucción. Por ello, es esencial reflexionar sobre la intención detrás de lo que decimos. ¿Qué energía estamos transmitiendo? ¿Estamos utilizando nuestro poder creador para sanar, construir y elevar, o para herir y descomponer?

En este sentido, las malas palabras e insultos no solamente no solamente afectan a quienes las reciben, sino que también impactan profundamente en quienes las emiten. Emitir palabras negativas, cargadas de enojo, desprecio o malicia, genera una energía densa que no solo se proyecta hacia afuera, sino que también contamina el interior de quien las pronuncia. Cada palabra lleva consigo una vibración, y esta vibración influye en nuestro entorno y en nuestro propio estado emocional, mental y espiritual. Quienes tienen una “boca de cloaca” para decirlo de algún modo, están reflejando exteriormente emociones y pensamientos internos. De ahí la importancia de cuidar de nuestra lengua, evitar las malas palabras que no son malas en sí mismas, claro que no, sino que están cargadas de prejuicios, emociones y energías negativas que apuntan a la separatividad y a la perpetuación de los conflictos.

Uno de los puntos del recto octuple sendero del Buddha es -justamente- el recto discurso, que no solamente nos habla de evitar las mentiras y el insulto, sino que también se centra en abstenernos de hablar con intenciones dañinas, de difundir rumores o de utilizar palabras que generen discordia. Este principio nos enseña que la palabra es un acto ético, y que cada expresión verbal tiene el potencial de construir puentes o levantar barreras.

En este contexto y de acuerdo a lo que venimos diciendo, cuidar nuestras palabras no significa reprimirnos ni caer en una rigidez artificial, (de hecho si nos pegamos un martillazo en el dedo seguramente no vamos a decir “Gracias, señor por el martillazo recibido”) sino que podamos auto-observarnos, prestando atención a cada una de las cosas que decimos, e identificando patrones que reflejen negatividad y preguntarnos qué emociones están por detrás de ellas.

Volvamos a la bendición. Como advertimos, esta palabra viene de “bene” (bueno) y dicere (decir). En el Nuevo Testamento, más precisamente en Santiago 3:10-11 leemos: “De una misma boca salen bendición y maldición. Hermanos míos, esto no debe ser así. ¿Puede acaso brotar de una misma fuente agua dulce y agua amarga?”.

Podemos bendecir personas, lugares, objetos y situaciones. Bendecir es un acto de intención pura que busca llenar de luz y armonía aquello que tocamos con nuestras palabras. Siendo así, la bendición es, en esencia, un acto de amor, una forma clara de expresar nuestro amor a través de palabras, fórmulas y oraciones. Existen algunas muy sencillas como “Dios te guarde”, “Dios te bendiga”, “Que la paz sea contigo”, incluso otras que pueden pasar inadvertidas: “Que pases muy bien”, “Buenas tardes” o “Que tengas un excelente día”. Estas expresiones cotidianas, aunque simples, contienen en su esencia la semilla de una bendición.

La bendición de Jacob a Isaac que puede leerse en el Génesis, dice: “Dios te dé del rocío del cielo y de lo más preciado de la tierra: trigo y vino en abundancia. Que los pueblos te sirvan, y las naciones se postren ante ti. Sé señor de tus hermanos, y póstrense ante ti los hijos de tu madre. Sean malditos los que te maldigan, y benditos los que te bendigan”.

Pero la bendición tiene su contrario, su cara B, la maldición que en su etimología viene de maledictio: “male” (mal) y dicere (decir).

El morbo hace que las maldiciones tengan más prensa y más películas que las bendiciones. Recordemos la maldición de Tutankamón, tan famosa, la de Jacques de Molay, el último maestre templario e incluso la de Pandu en el Mahabharata, que le termina provocando la muerte y que marca el destino de sus descendientes (los pandavas) en una cadena de tragedias y conflictos que los terminan conduciendo a la guerra de Kurukshetra, eje del Bhagavad Gita.

Eliphas Lévi decía sobre este tema: “Las maldiciones y las bendiciones surten siempre su efecto, y todo acto, sea el que fuere, cuando está inspirado por el amor o por el odio, produce efectos análogos a su motivo, a su alcance y a su dirección”. ¿Qué nos quiere decir con esto? Que el amor y el odio, pueden ser consideradas fuerzas motrices, teniendo la capacidad de manifestarse en el mundo físico y produciendo consecuencias que están alineadas con la intención que las origina. Esto significa que nuestras palabras y acciones, cargadas de amor o de odio, actúan como semillas que germinan y dan frutos acordes a su esencia. El amor, como fuerza constructiva, genera armonía, crecimiento, sanación y unidad; mientras que el odio, como fuerza destructiva, fomenta división, sufrimiento y caos.

Y esta es, justamente, la diferenciación que hicimos en un artículo anterior donde hablamos de Magia Blanca y Magia Negra, y en ese momento dijimos que la magia blanca fluye en armonía con las leyes universales, y busca restablecer el orden y la unidad tanto en el interior del ser humano como en el universo, adentro y afuera. En cambio, la magia negra actúa desde la fragmentación y la división, manipulando y distorsionando estas mismas leyes con fines egoístas o destructivos, y sin medir las consecuencias.