En la simbología caballeresca, el dragón simboliza al Ego cuatriforme (es decir, el cuaternario inferior y los cuatro elementos) mientras que el caballo simboliza el mismo Ego pero domesticado y puesto a las órdenes del Yo Superior (el caballero), para que lo ayude en su noble propósito.
El caballo sirve al caballero como vehículo para moverse en el mundo y para elevarse, despegarse del suelo y -de este modo- mantenerse cerca del cielo.
Al mismo tiempo que el caballo es el principal aliado del caballero, el dragón se muestra como su principal enemigo, aunque –simbólicamente– son la misma realidad contrapuesta.
Según dice Antonio Medrano: “El caballo es la buena voluntad, aquella que aporta la paz y el orden. (…) La voluntad sana, no egoísta, abierta a la Verdad, dispuesta al sacrificio, movida por el amor y la sabiduría; la voluntad animada de buena intención y con una orientación sapiencial que hace que esa buena intención sea realmente buena, realizadora del bien y no se pierda en vaguedades ni acabe haciendo estúpidamente el mal o promoviendo el error (corroborando así el dicho popular “el infierno está lleno de buenas intenciones”).
El dragón, en cambio, es la mala voluntad: la voluntad enferma, pervertida, puesta al servicio de intereses egoístas, inspirada por el desamor, cuando no por el odio. El subjetivismo que todo lo distorsiona, deforma y manipula para interpretarlo o encauzarlo en función del ego, para ponerlo al servicio del propio egocentrismo”.
El dragón representa al enemigo primordial y en las enseñanzas iniciáticas se habla de cuatro dragones que se vinculan con los cuatro elementos, cada uno de ellos con un veneno que necesita ser contrarrestado con un antídoto.
En diferentes mitologías, los dragones aparecen custodiando un tesoro u obstaculizando un camino, lo cual constituye la prueba suprema. Sigfrido tiene que vencer al dragón Fafnir, matarlo con su espada y bañarse con su sangre. Apolo hace lo propio con Pitón, una enorme serpiente que es equivalente desde lo simbólico al dragón. Y podríamos seguir con Perseo, Cadmo, Jasón, y en la tradición cristiana San Jorge, San Miguel arcángel, e incluso en la literatura contemporánea, en la que Tolkien se inspira estas historias míticas para escribir “El Hobbit”.
Teniendo en cuenta todo esto, tenemos que entender al dragón como una fuerza centrífuga que nos separa del centro, el obstáculo que nos impide cumplir nuestro propósito más alto, mientras que el caballo representa la fuerza centrípeta que nos acerca a la Fuente. Estamos hablando de alienación y alineación.
Según la Real Academia, la palabra “alienar” tiene varios sentidos interesantes, en primer lugar como sinónimo de “enajenar” que significa: “Sacar a alguien fuera de sí, entorpecerle o turbarle el uso de la razón o de los sentidos”, y también: “Estado mental caracterizado por una pérdida del sentimiento de la propia identidad”.
Al mismo tiempo alinear se vincula a una correspondencia entre dos o más cosas, y también “ajustar en línea dos o más elementos de un mecanismo para su correcto funcionamiento”.
Usando las palabras del gran Ramakrishna, el caballo es el “ego maduro” y el dragón el “ego inmaduro”. Ese ego “maduro” es el ego “sumiso, servicial, dócil a la Verdad y a la Norma trascendente, disciplinado seguidor del Dharma. El ego que quiere someterse, que está dispuesto a inmolarse y a recorrer la vía que conduce a la liberación de sí mismo, aunque todavía existe como tal ego y no posee la fuerza necesaria para llevar a cabo el gesto liberador definitivo (…) Si bien no está plenamente depurado y conserva mucho de su naturaleza bestial, horizontal o negativa, el ego en cuestión se muestra obediente a la Luz, y sabe ponerse al servicio de la Divinidad, con todo su equipamiento, para lanzarse al combate de la vida guiado por la Voz del Espíritu. Se trata, en otras palabras, de un ego que busca su propia aniquilación y que, por eso mismo, está ya en camino de superarse y trascenderse”.
Este luminoso Maestro indo aseveraba: “Uno no puede deshacerse del ego; entonces es mejor que el muy bribón permanezca como servidor de Dios”, y contaba esta historia:
“Cierta vez dije a Keshab: ‘Debes renunciar a tu ego.’ Keshab contestó: ‘Si lo hago, ¿cómo voy a poder mantener mi organización?’
“Yo le dije: ‘¡Qué lerdo eres para comprender! No te estoy pidiendo que renuncies al «ego maduro», el ego que le hace sentir a un hombre que es un servidor de Dios o Su devoto. Abandona el «ego inmaduro», el ego que crea el apego a «mujer y oro». El ego que le hace sentir al hombre que es el servidor de Dios, Su hijo, es el «ego maduro». No lo daña”.
Este punto es crucial en nuestras enseñanzas y siempre es bueno abordarlo desde diferentes perspectivas: aunque hablemos de “matar”, “aniquilar” y “destruir” al dragón, estos son todos términos simbólicos y en verdad deberíamos hablar de “transmutarlo”, es decir domesticarlo.
Al alinearlo a nuestro propósito más alto, es posible convertir a nuestro enemigo en aliado, convirtiendo nuestras debilidades en fortalezas. Esta es la verdadera “integración” del cuaternario. Este es el ser humano que verdaderamente puede ser llamado “humano”, no el humanoide que “sobrevive” en un estado de somnolencia y que aún está en condiciones de alcanzar la condición humana.
En sus oraciones, el ya citado Ramakrishna solía exclamar: “¡Yo soy el elefante, Tú eres el conductor!”, aceptando ser un instrumento de la voluntad divina, lo que nos recuerda el “Hágase tu voluntad” del Padre Nuestro o el “Hazme instrumento” de San Francisco de Asís.