Desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha establecido una estrecha relación con las abejas, esos fascinantes insectos voladores que simbólicamente suelen ser asociados al trabajo, la constancia y la cooperación.

La abeja trabaja dentro y fuera del panal, extrayendo fuera de éste la materia prima que utilizará para la producción de su exquisita miel, del mismo modo que el alquimista trabajaba en su horno (atanor) a fin de transmutar los metales vulgares en oro puro.

Detengámonos un momento en este paralelismo. En los dos casos existe un contenedor (la colmena y el atanor) donde sucede un maravilloso proceso de transmutación, el cual está subordinado a una acción exterior (la recolección de polen y la intensidad del fuego) a través de un operario que actúa como comunicante entre lo que está adentro y lo que está afuera (la abeja y el alquimista) y que trabaja para la obtención de un producto final (la miel y el oro).

En el horno alquímico se colocaba un frasco en forma de huevo donde se “incubaba” un nuevo ser, que debía salir al final de la obra como un “niño coronado” (la piedra filosofal), el cual aparecía generalmente vestido de la púrpura real.

Pero, ¡cuidado! La labor alquímica nunca fue fácil y todos los que “apuraron el proceso” terminaron quebrando la vasija, y de ahí la insistencia de los alquimistas en «apurarse lentamente», aprendiendo con prudencia y criterio el “arte del fuego” (ars ignis).

De acuerdo con D’Espagnet: “El primer motor de la Naturaleza es el fuego externo, moderador del fuego interno y de toda la obra. Que el Filósofo conozca bien el Régimen, observando puntos y grados, porque de él dependen la salud o la ruina de la obra. De este modo el Arte viene en auxilio de la Naturaleza y es el Filósofo el administrador de uno y otra”.

Teniendo en cuenta esto, debemos precisar que los alquimistas hablaban de diferentes grados de fuego, los que provocaban distintas reacciones dentro del atanor.

Primer grado: Un fuego que quema, que provoca un intenso dolor (experiencias límite, un accidente, una tragedia, una enfermedad incurable, etc.)

Segundo grado: Un fuego que arde, irrita (nos moviliza)

Tercer grado: Un fuego que calienta (nos reconforta)

Cuarto grado: Un fuego que ilumina (experiencias cumbre)

En palabras del alquimista Blaise de Vigenère: “Hay cuatro tipos de fuegos, el del mundo inteligible que es todo luz; el fuego celestial que participa de calor y de luz; el elemental de aquí abajo de luz, calor y ardor; y finalmente, el fuego infernal, el fuego del interior de la Tierra que, al contrario del inteligible, es ardor y abrasamiento sin ninguna luz”.

Jean D’Espagnet agrega sobre esto: “Aquel que ignore los grados y los puntos del régimen de fuego externo, que no emprenda la obra filosófica [dado que] el conocimiento de los fuegos es, por encima de todo, necesario a un filósofo”, y utiliza su propia terminología al describirlos: “Estos cuatro grados de fuego se llaman fuego de baño, fuego de cenizas, fuego de carbón y fuego de llama, también llamado fuego de reverberación (opteticus). Cada grado posee sus puntos, como mínimo dos y a veces, tres. Pues es necesario regular el fuego poco a poco y por puntos, tanto para aumentarlo como para disminuirlo, a fin de que a imitación de la Naturaleza, la materia alcance poco a poco y por grados su información y cumplimiento; porque nada hay tan contrario a la naturaleza como lo que es violento”.

Del mismo modo que los procesos alquímicos que acontecen dentro del horno necesitan de un fuego exterior, en el ser humano también hay procesos internos que son ocasionados por un “fuego externo”, el cual necesita un soporte que le sirva como medio de combustión, y este soporte lo podemos hallar en los acontecimientos cotidianos, los eventos, las cosas que nos pasan, las cuales llegan a nosotros en la forma de impresiones.

De acuerdo a la definición de la Real Academia, una impresión es “un efecto o sensación que algo o alguien causa en el ánimo”. Dicho de otro modo, todo suceso externo llega a nosotros a través de un proceso de sensación-percepción el cual se fundamenta en los cinco sentidos y en nuestra mente, la que interpreta las sensaciones provenientes del medio circundante y las convierte en percepciones, las cuales se combinan y almacenan en nuestra memoria.

No obstante, y por más que el materialismo se empecine en convencernos de que existe un abismo entre “lo de afuera” y “lo de adentro”, en verdad lo externo y lo interno constituyen una unidad.

“Así como es adentro es afuera”, revela el corolario hermético, y esto mismo lo recalcaron algunos filósofos al decir que “lo exterior es lo interior”, o bien el fundador de la mecánica cuántica, Erwin Schrödinger (Premio Nobel de Física en 1933), al afirmar que “el mundo exterior y la conciencia son una y la misma cosa” .

Obviamente, desde una perspectiva profana esto se considera una reverenda estupidez, porque el pensamiento positivista solamente puede aceptar hechos positivos, es decir una realidad que puede medirse, pesarse, cuantificarse. Quienes piensan de este modo terminan estableciendo una barrera infranqueable entre el observador y lo observado, entre sujeto y objeto, entre las cosas de afuera (objetos, animales, personas, todas supuestamente ajenas a nosotros) y las de adentro (un yo supuestamente separado). En palabras de Ken Wilber, el dualismo “amputa su organismo de su medio ambiente” y lo condena a vivir divorciado de sus semejantes y de la naturaleza.

Estas ideas, indudablemente, son las que predominan hoy en día y han sido la base estructural de todo el pensamiento occidental, de nuestra ciencia, de nuestra filosofía, de nuestra política y sobre todo de nuestra economía moderna, que necesita que sigamos viendo a la Naturaleza como algo ajeno a nosotros, como una fuente de recursos que debe explotarse al máximo a fin de “progresar”.

Teniendo en cuenta este predominio del pensamiento profano, materialista y dualista, en todas las esferas… ¿qué podemos que hacer? No nos queda otra que ir en contra de la corriente, como el salmón, teniendo en mente el sabio consejo de Jacob Böehme: “En todas las cosas camina en dirección contraria al mundo. Así te aproximarás a lo que estás bus­cando”.