“Muy de mañana, cuando Jesús volvía a la ciudad, tuvo hambre. Al ver una higuera junto al camino, se acercó a ella, pero no encontró nada más que hojas. —¡Nunca más vuelvas a dar fruto! —le dijo. Y al instante se secó la higuera”. (Mateo 21:18-19)

Con este enigmático suceso da comienzo el segundo día de la Semana Santa. Si tratáramos de interpretar este hecho en una forma literal seguramente no encontraríamos una explicación racional y empezaríamos a pensar que Jesús era un demente iracundo que se enfadaba con los árboles. En su relato, Marcos incluso comenta que la higuera no tenía fruto simplemente porque “no era tiempo de higos” (Marcos 11:13).

Teniendo en cuenta todo esto, es necesario buscar un significado más profundo al episodio de la higuera maldita.

Que la higuera tenga un frondoso follaje pero ningún fruto deja en evidencia una apariencia exterior, una fachada que puede observarse desde lejos, pero que no puede ocultar una desviación del propósito esencial de cualquier árbol frutal: dar fruto. Si seguimos el relato bíblico, podemos imaginar un árbol pretencioso pero estéril, y en este sentido –en una primera vuelta de llave– la higuera se ha relacionado con Israel y con la religión judaica, que Cristo consideraba infecunda y corrompida. De esta manera, las palabras de Jesús no van contra la higuera sino contra el judaísmo, que mantenía su estructura sacerdotal, sus usos y costumbres (su “forma”), pero que había perdido su “esencia”.

En esta vinculación primaria de la higuera con la religión de los hebreos, el episodio de la maldición se complementa más tarde en el Templo de Jerusalén, cuando el Cristo –portando un látigo de cuerdas– expulsó violentamente a los mercaderes que estaban profanando el centro sagrado del judaísmo, con el consentimiento del sacerdocio.

Esta primera interpretación es interesante, pero para nosotros y para nuestra existencia actual en este siglo XXI poco nos importa la situación de la religión judía en tiempos de Jesús, por lo cual esta explicación no nos sirve de mucho. No obstante, si creemos en la atemporalidad de las enseñanzas de Jesús el Cristo, es menester encontrar en ellas un significado más íntimo y universal, penetrando en la superficie del texto para llegar a la médula. En ese sentido, para nosotros como almas encarnadas en travesía hacia la Luz, la higuera no tiene nada que ver con Israel y su corruptela religiosa sino con la coherencia en el sendero.

Cada ser humano es como una higuera que debe dar fruto, sin excusas de que “no es tiempo de higos”. Verdaderamente, siempre es tiempo. ¡Siempre es el momento apropiado para dar fruto! Cristo buscó higos y no los encontró, pero nuestro Maestro Interno siempre deberá hallar frutos en la higuera de nuestra vida. De ahí la necesidad de tener un compromiso permanente, adquirir una conciencia constante, sintiendo la presencia divina en nosotros en todo momento. Para los discípulos no hay un tiempo sagrado y un tiempo profano, no hay un momento para la vida espiritual y otro para la vida secular. Hay un solo tiempo, un eterno ahora.

Este llamado a ser fructíferos y de ser “instrumentos” de Dios en la tierra se resume en otra clásica sentencia bíblica: “Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:20), y éstos están vinculados a la acción, pero no a una acción alocada o mero activismo, sino a una acción consciente, una recta acción. Como bien señala Antonio Medrano: “El fin de la recta acción no es otro que hacer la felicidad: la felicidad propia y la ajena. Pues en realidad ambas cosas, la felicidad mía y la felicidad del prójimo, son inseparables, siendo la segunda condición de la primera: sólo se puede ser feliz haciendo felices a los demás”. (1)

En nuestra Orden hablamos de una labor que es doble: interna y externa. Ambas son fructíferas y llevan a la felicidad plena: una desde lo individual (el sendero iniciático) que nos lleva a la iluminación y otra desde lo comunitario que implica una restauración, la consolidación de un mundo nuevo y mejor. Por lo tanto, es de capital importancia que el noble viajero no aparente ser sino que sea un servidor consciente del Ideal más elevado. Quien no dedica su existencia a dar fruto, es como la higuera seca y maldita que ha descuidado su propósito.

Vivimos tiempos difíciles de gran confusión y crisis a nivel mundial donde –más que nunca– la recta acción es imprescindible. En la educación, en la política, en el arte, en la ciencia, en la religión, en el comercio. Mariana Caplan se refiere esto al decir: “No basta, en estos tiempos, con aspirar a una iluminación o una sabiduría exclusiva para nosotros. Debemos aspirar a una iluminación que aspire al bienestar de todos los seres y a la curación de la tierra y de todos sus habitantes. La comprensión debe acabar integrándose a la acción y la armonía que queremos ver en la tierra debe cultivarse simultáneamente en nuestro cuerpo y en nuestra vida”. (2)

El aislamiento es una trampa y conduce a un callejón sin salida. Aunque la sociedad profana trate de convencernos de que “somos únicos y especiales”, pregonando las bondades del individualismo para vendernos ropa, artefactos y chucherías, los nobles caminantes debemos mantenernos en la senda, sin distracciones vanas, siendo ejemplos de altruismo y conspirar para que la Luz triunfe.

Un dicho popular reza: “Tus hechos hablan tan fuerte, que no se escucha lo que dices” y esto viene a cuento con muchas personas que se adhieren a un Ideal trascendente y se colocan una etiqueta, pero que –ciertamente– no son una expresión viva de ese Ideal.

En Santiago 1:22-25 leemos: “No se contenten sólo con escuchar la palabra, pues así se engañan ustedes mismos. Llévenla a la práctica. El que escucha la palabra pero no la pone en práctica es como el que se mira el rostro en un espejo y, después de mirarse, se va y se olvida en seguida de cómo es. Pero quien se fija atentamente en la ley perfecta que da libertad, y persevera en ella, no olvidando lo que ha oído sino haciéndolo, recibirá bendición al practicarla”, lo cual está en consonancia con el llamado de Helena Petrovna Blavatsky: “Honrad las verdades con la práctica”.

Para que nos convirtamos en “hacedores del Ideal” (y no meros “oidores” como señala la Biblia) debemos ser coherentes con nuestro Ideal, alineando la mente, el corazón y las manos para alcanzar nuestro objetivo trascendente.

Si nuestro corazón, nuestra mente y nuestras manos se comprometen íntimamente con el Ideal y vibran en armonía con el Sendero, el viajero y el viaje se funden y se convierten en uno solo. Y de este modo, la felicidad ya no será una meta a alcanzar sino que la podremos encontrar aquí y ahora, en consonancia con la bella afirmación de Swami Ramdas: “El camino es la meta; caminar es llegar”.

Solamente viviendo en plena atención el instante presente, cumpliendo nuestro propósito, haciendo lo que hay que hacer de la forma correcta en el momento correcto, actuando rectamente en conciencia, podremos ofrecer al Maestro un fruto perenne que logre saciar su apetito.

Notas bibliográficas

(1) Medrano, Antonio: “La vía de la acción”

(2) Caplan, Mariana: “Con los ojos bien abiertos”