Olvidémonos por un momento de todas las cosas que solemos asociar con la navidad: el arbolito, los regalos, Papá Noel… pero también ignoremos todo aquello vinculado al nacimiento del niño Jesús: el pesebre, los villancicos, y hasta la misma natividad.

Si despojamos a estas fiestas de todas aquellas cosas que se han ido sumando a lo largo de los siglos, ¿qué nos queda?

En rigor de verdad, la navidad es la denominación cristiana del “solsticio de invierno” (de verano en el hemisferio austral), un hito cósmico que tiene al Sol como protagonista, el cual renace en medio de las tinieblas invernales para llenar el planeta de Luz, Vida y Calor.

Los antiguos, en perfecta comunión con la naturaleza, celebraron de formas diversas este triunfo de la vida sobre la muerte, comprendiendo que la oscuridad no existe por sí misma sino que es solamente la ausencia de la luz.

En esta línea de pensamiento, el sol siempre fue considerado un símbolo evidente de la magnificencia divina, la imagen visible de una realidad invisible, y todos los pueblos lo veneraron aunque como representación de “otra cosa”.

Sobre esto, el búlgaro Omraam Mikhael Aivanhov decía que “el sol debe ser solamente un intermediario que nos permita encontrar a Dios, a nuestro Sol interior. (…) Algunas personas, según parece, temen que tomemos al sol como Dios mismo. No, que se tranquilicen, no es cuestión de confundir a Dios con el sol. Dios es inconcebible, inexpresable, y nunca podríamos tener una idea exacta de lo que Él es. Nosotros no adoramos al sol, únicamente adoramos a Dios. Pero si profundizamos en la imagen del sol en tanto que símbolo, nos vemos obligados a reconocer que es, para los humanos, la mejor imagen de Dios. Eso es todo. Esta es nuestra convicción absoluta. Y ello signifca que hay que aprender a encontrar al sol interior” (1).

Para los cristianos, ese Sol que aparece en el medio de la noche más oscura es Jesús el Cristo, que –a imagen y semejanza del Sol– llega a la Tierra para llenarla de Luz, de Vida y de Amor.

Los profanos –aquellos que solamente pueden ver la superficie de las cosas– al encontrar similitudes entre Jesús y otros personajes míticos terminaron por confirmar sus prejuicios sobre el salvador cristiano, concluyendo que éste es un plagio, una imitación de algo anterior, aunque en verdad –desde una perspectiva iniciática– estas semejanzas no son otra cosa que la confirmación de una verdad arquetípica.

Dicho de otro modo, que el Cristo sea comparado con Mitra, Horus, Attis y otras divinidades no lo niega sino que termina por confirmar que –detrás de un ser humano mortal conocido como Jesús de Nazareth que nació, vivió y murió– existió “otro ser” inmortal y que llamamos “Cristo”.

Mientras que Jesús representa la naturaleza física y humana de cada uno de nosotros, el Cristo simboliza nuestro Yo más alto, metafísico y divino. Uno es la cruz, el otro la rosa que debe nacer en el corazón del hombre.

Por eso, mientras los historiadores siguen discutiendo sobre la historicidad de un personaje llamado Jesús que existió (o no) hace más de 2.000 años, nosotros deberíamos poner el foco en otro lado: en el Cristo-semilla latente en nosotros, en nuestra propia naturaleza crística que tendrá que manifestarse tarde o temprano.

Entonces: despojemos –por un instante al menos– a la navidad de todos sus agregados y recuperemos lo esencial: el Sol en nosotros, el Cristo vivo, la rosa aromática que perfuma la cruz.  ¡Feliz navidad!

Palabras de Antonio Medrano

“Cristo, Sol eterno, Luz del mundo, nace para que despertemos, para que salgamos del sueño en que nos hallamos sumidos, para que nos sacudamos la ignorancia o ceguera espiritual que nos tiene aprisionados. Su Luz redentora, renovadora y liberadora quiere abrirse paso hasta lo más profundo de nuestro ser para que recobremos la memoria, nuestra más alta memoria, que nos permitirá salir de la amnesia en que vivimos y recordar nuestra verdadera naturaleza, nuestro destino, nuestro origen y nuestro fin último.

Cristo, Sol de Justicia, nace para iluminar mi mente, para rescatarme de mi torpor y de la oscuridad que me oprime. Nace para reconducirme a mi ser (o mejor, a mi Ser, a mi Esencia divina), para recordarme quién soy, de dónde vengo y adónde voy, hacia dónde debo encaminarme, qué o quién estoy llamado a ser. El Sol eterno nace para que yo nazca de nuevo, para que yo nazca en verdad saliendo de la semivida, infravida, no-vida o muerte en vida en la que languidezco y me arrastro sin pena ni gloria, de forma tan lamentable como miserable”.

Notas del texto

(1) Aivanhov, Omraam Mikhaël: “Sois dioses”