Tratando de entender con más precisión qué es un ser humano, desde la antigüedad se ha buscado entender cómo está compuesto, cuál es su constitución y naturaleza.
La visión materialista, que es la dominante en nuestros días, nos dice que el ser humano es materia, la cual -a través de complejos procesos fisicoquímicos- vive, se mueve, tiene emociones, pensamientos y al morir simplemente deja de existir.
Desde el espiritualismo, se afirma que el Hombre es “algo más” que carne, sangre y huesos, y se considera que hay algo que “anima” a cada individuo.
La postura espiritualista más básica nos habla de un elemento mortal y corruptible y de otro inmortal e incorruptible. A esta postura, que establece una dicotomía entre dos cosas, se le llama “dicotomita”.
La segunda postura considera una naturaleza triple o trinitaria y habla de un principio mortal (el cuerpo), un principio inmortal (el espíritu) y un intermediario entre ambos (el alma) que es el que otorga vida, es decir un principio vital. Esta postura recibe el nombre de «tricotomita».
En la India se habla de una constitución de cinco partes o quinaria (los koshas, que son las “envolturas” de la chispa divina) e incluso de una constitución septenaria que fue conocida en occidente a través del trabajo de Helena Blavatsky.
Obviamente hay muchas otras formas de entender la naturaleza del ser humano, pero desde una óptica espiritual siempre se contempla un elemento material, nuestra conexión con la tierra, y un elemento espiritual que nos conecta con el cielo. En la Cábala se habla de Malkuth y Kether. En fin, hay muchas terminologías que -en líneas generales- están describiendo lo mismo pero desde diferentes perspectivas.
La Tradición Iniciática Occidental entiende al ser humano como una entidad trina (aunque en ocasiones se vale del esquema septenario para profundizar en algunos aspectos del ser) y sostiene que cada uno de nosotros es una entidad espiritual viviendo una experiencia material.
Por lo tanto hablamos de un cuerpo, el cual comprende nuestra naturaleza más densa, lo biológico, lo instintivo, así como la energía o prana con la que este organismo puede sobrevivir.
También hablamos de un espíritu, entendido como nuestro punto de unión con lo divino, Dios en nosotros, la chispa divina.
Y por último hablamos del Alma como un puente que permite conectar lo alto y lo bajo, la materia y el espíritu, al mismo tiempo que “anima” (da vida) y da sentido a todo nuestro ser.
Como intermediaria, el Alma tiene dos partes bien diferenciadas, una que es inmortal y la otra mortal.
El Alma inmortal, que también llamamos Alma espiritual o Alma-peregrina es la que encarna una y otra vez, en otras palabras nuestra identidad más profunda. Sin embargo, cuando esta Alma vuelve a la vida, necesita de vehículos adecuados para manifestarse y expresarse: un cuerpo físico que le permita desplazarse y satisfacer sus necesidades de supervivencia y también otros dos vehículos, el emocional y el mental, es decir el asiento de nuestras emociones y nuestros pensamientos, que en su conjunto le llamamos Alma-personalidad, la cual podemos vincular con la Psyche, nuestro mundo psicológico.
La palabra Alma-peregrina deja en evidencia su carácter viajero, porque esta Alma necesita aprender, experimentar, perfeccionarse, y para ello necesita de sucesivas encarnaciones donde la conciencia se va expandiendo, en un proceso donde se van sucediendo diferentes “aperturas de conciencia”, mojones existenciales que marcan el sendero de regreso a casa, la vuelta a la Unidad. Entre todas las vidas que se van sucediendo, el Alma espiritual puede considerarse el punto de conexión o hilo conductor.
El peregrinaje del Alma no es otra cosa que un recorrido de la conciencia hacia el origen, la fuente primordial, Dios, y la pregunta que muchas veces se hace es: ¿por qué? ¿qué sentido tiene todo esto? Es una excelente pregunta, claro que sí, pero que surge de la mente y la podríamos contestar con otra pregunta: ¿puede una mente finita comprender lo infinito?
Por lo tanto, aunque no pueda darse una respuesta satisfactoria a esta pregunta por nuestra propia incapacidad, desde el esoterismo tradicional se afirma que este inmenso plan de evolución universal, que incluye al ser humano pero también a miles de líneas de evolución que desconocemos, es la forma de expresión del Todo, del Absoluto, de Dios. En otras palabras, este Uno sin segundo se expresa a través de múltiples formas, en muchos universos, que son diferentes expresiones del espíritu divino.
Esta larga peregrinación tiene un final, la reintegración, que es el punto en el que el Alma espiritual deja de viajar y se reintegra a la Unidad después de haber vagado durante miles de años. No obstante, no regresa exactamente igual a como partió sino que al volver retiene la quintaesencia de sus experiencias que son -por decirlo de alguna manera- su aporte al Todo. Este punto me recuerda a la abejita que sale del panal y vuelve a él con polen, a través del cual se hace la miel.
Entonces, estamos hablando de una extraordinaria aventura que se inicia en la Fuente y termina en la Fuente, y el protagonista de esta historia cósmica es el Alma.
Volviendo al punto anterior, podemos apreciar que -aún en las posturas tricotomitas- se esconde una dicotomía, ya que siempre se consideran dos cosas: un elemento mortal, perecedero, impermanente y un elemento inmortal y permanente. Esto puede apreciarse tanto en el ser humano como una totalidad, así como también en el Alma que tiene dos movimientos bien definidos: uno ascendente y otro descendente. El movimiento ascendente nos lleva a lo más alto, nos conecta con nuestra identidad profunda, mientras que el movimiento descendente implica el olvido de nuestra naturaleza profunda.
Estos dos movimientos están presentes en cada uno de nosotros y se manifiestan internamente en la forma de una guerra interior, un conflicto existencial con avances y retrocesos que nos conectan con lo alto o con lo bajo.
Dice el evangelio de Mateo: “Donde esté tu tesoro, allí estará tu corazón”. El tesoro es aquello a lo que damos valor en nuestra vida, aquellas cosas en las que dedicamos nuestro tiempo, las personas con las que nos juntamos, es decir donde ponemos el foco en nuestra vida.
El foco lo podemos poner en tres lugares: en la materia, en lo pasajero, dejando de lado lo espiritual. En el espíritu, dejando de lado lo material y lo cotidiano. O bien en un punto intermedio, un espacio virtuoso donde lo espiritual y lo material confluyen en concordancia. Como decían los antiguos, un lugar donde se “materialice el espíritu y “espiritualice la materia”.
Como seres encarnados, nuestro propósito es -antes que nada- encontrar ese punto medio, ese espacio del Alma donde los opuestos son armonizados y donde las nieblas de la ilusión son dispersadas con una visión nueva y profunda.