La palabra “símbolo” proviene del griego symbolon y en su origen hacía referencia a un objeto partido por la mitad (medalla, moneda) del que dos personas conservaban cada uno una mitad, exactamente como las medallitas que aún venden algunas joyerías para amigos y enamorados.
Del mismo modo que lo simbólico (sym-ballein=lo que une) nos permite volver a integrar algo que en su origen estuvo unido, lo diabólico (dia-ballein=separar) significa todo aquello que desintegra, que disgrega. Por lo tanto, la palabra “diabólico” no tiene nada que ver con un señor de cuernitos y cola puntiaguda sino que alude a todo aquello que nos confunde y que nos separa de nuestro origen.
Estas fuerzas (“simbólica” y “diabólica”) son también aquellas que residen en nuestro interior. Una de ellas nos lleva al centro (es concéntrica, centrípeta) y la otra nos aleja de él (es excéntrica, centrífuga). Estas son, pues, las dos orientaciones básicas del Alma, una hacia el cielo y otra hacia el suelo, una que nos libera, otra que nos mantiene cautivos.
Para los profanos, es decir para aquellos que no pueden ver más allá de la superficie, el simbolismo es una pérdida de tiempo, un entretenimiento sin valor práctico, propio de soñadores, poetas o volados. Para ellos, una espada ritual no es otra cosa que un trozo de metal con un mango y que posee un valor utilitario o decorativo. ¡Nada más! No obstante, para aquellos que transitan la Via Lucis, esa misma espada es un puente de conexión entre dos mundos, un instrumento mágico que permite –al mismo tiempo– aniquilar lo viejo y dar vida a algo nuevo y mejor.
En “El rayo verde”, una novela de Julio Verne muy interesante, esta visión miope y materialista está bien representada por el personaje de Aristobulus Ursiclos que –al contemplar un maravilloso mar en el atardecer, pletórico de belleza, simbolismo y poesía– pronuncia estas palabras: “¡El mar…! Una combinación química de hidrógeno y de oxígeno, con un dos y medio por ciento de cloruro sódico. Nada más bello, en efecto, que los furores del cloruro de sodio”. (1)
En consonancia con Ursiclos, algunos científicos modernos (como Edouard Punset) declaran impunemente que “el Alma está en el cerebro”, haciéndonos creer que somos un cerebro con patas y que nos movemos, sentimos, amamos, pensamos y actuamos en función de procesos electroquímicos. Por eso, no es extraño que un científico materialista haya llegado a declarar que “los pensamientos son secreciones” y que otro haya calculado que el Alma pesa… 21 gramos.
Este tipo de declaraciones no son raras en la actualidad, en este “reino de la cantidad” que denunciara René Guénon en sus obras, donde los pensadores materialistas declaran que únicamente existen los hechos positivos, es decir tan solo aquello que puede ser tocado, olfateado, medido. Nada más.
En las antípodas de este pensamiento encontramos al biólogo Rupert Sheldrake, el que denunció sin tapujos que, durante su formación académica, se le inculcó insistentemente la idea de que “los organismos biológicos eran en realidad máquinas inanimadas, carentes de todo propósito intrínseco, productos del ciego azar y de la selección natural; [y que] toda la naturaleza no era más que un sistema mecánico inanimado”. (2)
Sheldrake, cuya charla Ted fue censurada por atreverse a numerar los “diez dogmas de la ciencia moderna”, sostiene que el cerebro es un puente que nos permite conectarnos con otras realidades. En otras palabras, el mismo no es un almacén de recuerdos sino que “podría parecerse más a un aparato de televisión que a una grabadora. Lo que vemos en televisión depende de la sintonización del aparato con campos invisibles”. (3)
Es la vieja cuestión del instrumento y el instrumentista. Un piano puede ser excelente y sin duda en los conciertos los sonidos proceden de su interior, pero para poder sonar y cumplir con su propósito necesita de un instrumentista que lo toque con maestría. De otro modo no pasará de ser un objeto inanimado.
¿Hacia donde voy con todo esto? A que una mirada muerta y superficial solamente puede observar cosas separadas y eventos fortuitos, y desde esa perspectiva es bastante fácil concluir que la existencia humana carece de propósito y que está sujeta a la casualidad y a los accidentes.
Pero existe otra mirada. Una forma de contemplación suprasensorial, la única que nos permite ver el corazón detrás de la corteza y así descubrir un mundo vivo, profundo, lleno de alma, donde los accidentes no son otra cosa que pruebas, desafíos existenciales, en otras palabras: necesidades del Alma.
El universo nos devuelve nuestra mirada (4), es decir que donde un profano ve muerte y diversidad, un iniciado contempla vida y unidad. El mundo es el mismo, pero entonces ¿dónde radica la diferencia? En la forma de mirar.
Gustav Theodor Fechner, en su obra “Die Tagesansicht gegenüber der Nachtansicht” (1879) habló de dos formas de contemplar el mundo: la “visión de día” y la “visión de noche”.
Sobre esto, Oskar Adler dijo: “No podría ser más grotesco el abismo abierto entre esta “visión nocturna” del materialismo, que, por cierto, ganó para sí un mundo “objetivo” a cambio de la pérdida del Alma, y la visión del mundo dada por la ciencia oculta (…). Un escritor materialista, autor de obras de divulgación científica, expresó la frase siguiente para explicar el triunfo del pensamiento moderno: “Antes se creía que el sol era de naturaleza divina; ahora se sabe que es una bola de gas incandescente.” ¿No se podría decir con el mismo derecho que antes se creía que las sinfonías de Beethoven eran excelsas obras de arte y que ahora se sabe que no son más que masas de aire que vibran? O lo siguiente: “ayer creía que tú, ¡oh escritor que escribiste las palabras arriba mencionadas, eras un ser pensante; en cambio ahora sé que no eres más que una combinación química de hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno y algunas otras sales minerales!” ¿No se podría decir esto con el mismo derecho?”. (5)
Una visión superficial y materialista de la existencia nos incapacita para apreciar y comprender el misterio de los símbolos. Por lo tanto, para transitar el sendero iniciático precisamos cambiar la mirada, dejar de seguir al rebaño y dar un giro completo de 180 grados, para experimentar una Metanoia, una revolución mental que nos permita devolver el Alma (y el sentido) al mundo.
Notas del texto
(1) Verne, Julio: “El rayo verde”
(2) Sheldrake, Rupert: “El renacimiento de la Naturaleza”
(3) Sheldrake, Rupert: “El espejismo de la ciencia”
(4) “No percibimos las cosas como son, sino como somos nosotros”. Esta es una frase que se atribuye a Kant porque se acerca bastante a su pensamiento, aunque nunca fue pronunciada por el célebre filósofo sino que procedería de un escrito de Anaïs Nin en los años 60, y posteriormente popularizada por Stephen Covey en su obra “Los siete hábitos de las personas altamente efectivas”.
(5) Adler, Oskar: “La astrología como ciencia oculta”