“Yo enseño lo que necesito aprender”
(Tirumalai Krishnamacharya)
En estos tiempos de sobredosis informativa, creo que es necesaria una recopilación, una síntesis ordenada que nos permita traducir a un lenguaje sencillo las complejas enseñanzas tradicionales, sin que esto signifique una vulgarización de las mismas.
En la antigüedad, el acceso al conocimiento estaba reservado a unos pocos y se mantenía inaccesible en la escasez: había pocos libros y difícil acceso a ellos. Hoy en día, por el contrario, el conocimiento se esconde en la abundancia: hay tanta información que a los buscadores sinceros les cuesta distinguir el trigo de la paja, diferenciar los diamantes falsos de los verdaderos.
Consciente de esto, en mis libros y en mis artículos trato de ser fiel a la máxima “Ad Dissipata Coligenda” y “reunir lo disperso”, ofreciendo un material seleccionado, ecléctico y universal, cuya calidad y validez práctica ha sido comprobada por miles de personas a lo largo de los siglos.
Varias veces he hablado del inmenso error de anteponer la teoría a la práctica, de acumular conocimientos librescos y perderse en abstracciones que solamente sirven de entretenimiento a la mente. En verdad, cuando hablo de estas equivocaciones no estoy señalando con el dedo a “otras personas” sino que estoy hablando de mi experiencia personal. Al referirme al irracional deseo de transitar todos los caminos pero no comprometerse con ninguno (“la senda del picaflor”) estoy pensando en mi propio ejemplo. Al describir la fascinación absurda por lo fenoménico (viajes astrales, desarrollo de los poderes psíquicos, etc.) no pienso en los demás sino que estoy dando cuenta de mis propias vivencias.

Mis indagaciones filosóficas comenzaron a los 20 años de edad, cuando llegaron a mí los escritos de Helena Petrovna Blavatsky e ingresé a una conocida institución para estudiar más a fondo las doctrinas teosóficas. Sin embargo, la inercia y el excesivo intelectualismo de ese ambiente me llevaron –después de doce años de estudio– a foja cero. Después de largos años de leer e investigar, verdaderamente conocía mucho de muchas cosas pero no sabía nada de lo esencial. Podía mantener una conversación interesante sobre los manvantaras, pralayas, el karma y los procesos cósmicos pero no tenía ni idea de mi propósito en la vida.
En esos días de incertidumbre, al descubrir que mi vida había cambiado muy poco después de 12 años de leer centenares de obras místicas y de participar en tantos cursos y seminarios, llegó a mí por “casualidad” un artículo del padre jesuita Carlos Vallés cuyo tema central era la falta de compromiso y las “medias tintas”.
Aunque el artículo de Vallés era extremadamente sencillo, su impacto en mi vida fue enorme, porque parecía que había sido escrito para mí. A través de ese breve escrito pude identificar mi problema, el cual reconocí también en muchos otros estudiantes de la Sabiduría Antigua: me había dejado encandilar por la letra muerta y no había llegado a aplicar en mi vida cotidiana lo aprendido. Hoy en día, muchos años después, puedo reconocer que estaba acobardado, temeroso de abandonar mi zona de confort y “dar el paso” hacia la transformación.
Luego de leer y releer el escrito del padre Vallés, me desanimé un poco al descubrir que durante años me había autoengañado, pues había caído en la vieja trampa de la mente, convenciéndome de que una mera comprensión intelectual de los conceptos espirituales y la adhesión a organizaciones supuestamente inspiradas puede aparejar (¡por arte de magia!) un despertar de la conciencia.

Siendo un apasionado de las caminatas y la exploración (pertenecí muchos años al movimiento scout), en esos tiempos de crisis llegó a mis manos –también por “casualidad”– una nota periodística que hablaba del Camino de Santiago, una senda de peregrinación que atraviesa el norte de España, desde los Pirineos hasta la ciudad de Santiago de Compostela. La lectura del artículo me entusiasmó y repentinamente sentí la necesidad de “cambiar de aires”, abandonar por un tiempo a mis seres queridos y desplazarme al Viejo Mundo para transitar los 850 kilómetros del sendero compostelano. Aunque carecía de información detallada sobre el Camino, algo en mi interior me empujaba a cruzar el océano e iniciar el tradicional recorrido desde la localidad pirenaica de Roncesvalles.
En Roncesvalles comprobé mi ignorancia sobre la peregrinación compostelana. Cuando me entregaron mi credencial de peregrino y mi “vieira”, los hospitaleros del albergue local se percataron de mi despiste y me dieron algunos consejos sobre lo que me esperaba en el largo viaje. En la noche participé de la misa para los peregrinos y, a primeras horas de la madrugada del día siguiente, tomé mi mochila, di el primer paso y avancé con paso firme hacia la aventura, hacia un desafiante recorrido en compañía de mi Maestro Interior.

Quince años después, creo que la experiencia podría definirla como un “flujo sagrado”, teniendo en cuenta la inmensa felicidad que supuso para mí caminar disciplinadamente 25 ó 30 kilómetros diarios a fin de alcanzar un objetivo trascendente.
Cuando hablo de “flujo”, ciertamente tengo en mente las investigaciones de Mihály Csikszentmihalyi, desarrollador de una teoría totalmente compatible con las concepciones de la filosofía iniciática. De acuerdo con este psicólogo norteamericano, y contrariamente a lo que se piensa, las experiencias óptimas o los mejores momentos de nuestra vida “suelen suceder cuando el cuerpo o la mente de una persona han llegado hasta su límite en un esfuerzo voluntario para conseguir algo difícil y que valiera la pena. Una experiencia óptima es algo que hacemos que suceda”. Esto significa ser uno con la acción, o como dicen los textos ocultistas clásicos “convertirse uno mismo en el Sendero”: cuerpo, mente y emoción reunidos armónicamente en función de una acción consciente, de una recta acción con un propósito claro y trascendente.

En mi experiencia compostelana reconocí el “flujo” que citan algunos psicólogos modernos, aunque lo que más me interesa es destacar ese flujo en relación a lo sagrado. Aún al atravesar localidades profanas y tugurios mundanos, la connotación “sacra” del Camino se hace evidente a cada paso.
En verdad, todo el Camino de Santiago puede considerarse una hierofanía, una manifestación de lo sagrado a través de elementos y objetos que en el mundo secular no tienen esa significación. Para un profano, el camino es un simple recorrido pintoresco como cualquier otro, pero para un discípulo la vía compostelana puede convertirse en una experiencia sagrada y un auténtico despertador de la conciencia.
Como bien dice Mircea Eliade al referirse a las hierofanías: “Un objeto cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser él mismo, pues continúa participando del medio cósmico circundante. Una piedra sagrada sigue siendo una piedra; aparentemente (con más exactitud: desde un punto de vista profano) nada la distingue de las demás piedras. Para quienes aquella piedra se revela como sagrada, su realidad inmediata se transmuta, por el contrario, en realidad sobrenatural”.
Un par de días antes de empezar la caminata, al pasar por Pamplona la primera vez para dirigirme a Roncesvalles había observado “desde afuera” a los peregrinos que transitaban por la ciudad y me costaba darme cuenta de cómo se orientaban, ni hacia dónde se dirigían. Sin embargo, al atravesar por segunda vez esa ciudad navarra en mi rol de “peregrino” o de “noble viajero”, pude percibir otra realidad: estaba “adentro del Camino”, algo así como en “otra vibración”, recorriendo un conducto sagrado que me permitía cruzar la ciudad profana sin contaminarme. El lugar seguía siendo el mismo, pero mi perspectiva había cambiado con tan solo dos días de diferencia.
Aunque en ese momento no entendí el verdadero sentido de estas vivencias, el mismo Camino me llevó a relacionarme con las personas indicadas que me fueron instruyendo sobre el significado último de la peregrinación. Asimismo, estos camaradas del sendero me hicieron ver que la peregrinación tenía una correspondencia con la vida misma y con la vereda iniciática (“Via Lucis”) que nos lleva de la oscuridad a la luz, de la ignorancia a la sabiduría, del sueño a la vigilia.
En 33 días de caminata aprendí más cosas de la vida iniciática que en los doce años anteriores de ávida lectura de obras esotéricas, gracias al contacto con hombres y mujeres que hoy reconozco como mis instructores, aquellos que me brindaron las enseñanzas que realmente necesitaba. Ellos fueron mis Maestros del Camino, pues me enseñaron que la Verdad se esconde en las cosas simples, en las vivencias cotidianas y que todos podemos alcanzar la Iluminación si hacemos lo que tenemos que hacer y si tenemos un objetivo único, al cual están subordinadas todas nuestras acciones.
Quizás la lección más importante que aprendí en el Camino fue la corroboración experiencial de la sincronicidad, la “causalidad” que había estudiado y aceptado intelectualmente a través del estudio bibliográfico, pero que nunca había podido vivenciar ni comprobar. A lo largo de mi peregrinación me conecté con las personas justas en el momento necesario que me brindaron las instrucciones precisas que necesitaba para entender la esencia del Camino y de mi vida. Sin embargo, es importante aclarar que en el Camino de Santiago no todos los peregrinos son verdaderos peregrinos. Lamentablemente, la mayoría de los caminantes son turistas disfrazados que están en “otra sintonía”, sin otra preocupación que tomar las mejores fotos para mostrar a sus amigos o simplemente deleitarse con los exquisitos platos de la gastronomía española.
Una de las experiencias más fuertes de la travesía la viví en un rincón de Castilla León. Con todo el cuerpo dolorido después de más de 15 días de caminar constantemente a un promedio de 25 kilómetros diarios, entré a una pequeña ermita solitaria y me acomodé en uno los viejos bancos de madera. Tras realizar algunos ejercicios respiratorios preliminares, cerré los ojos y entré en un estado de conciencia que me llevó rápidamente a una conexión con el Todo que nunca antes había experimentado. En ese momento dejaron de existir para mí el tiempo y el espacio, y me sentí en plenitud. Los dolores de mi castigado cuerpo desaparecieron. Por unos instantes, mi mente tuvo claridad y alcancé la Paz Profunda. En ese rinconcito olvidado de España encontré a Dios, más allá de conceptos intelectuales y de preconceptos religiosos, y di las gracias por todas las bendiciones recibidas. En ese banquito solitario por primera vez me sentí Phil-Eas (“el Amante del Todo”).

En el Camino comprendí el significado último de la oración y de la meditación, pero lo más importante: aprendí a observar y a auto-observarme, a sentir la presencia divina en mi interior a cada instante.
En esos días, uno de mis compañeros de peregrinación me sorprendió cuando me dijo que mi caminata debía finalizar en Finisterre (Fisterra) y no en Santiago de Compostela, argumentando que toda senda iniciática debe llevarnos necesariamente a una muerte mística, en este caso el ocaso del sol en las aguas oceánicas. A partir de esta revelación magnífica, mi peregrinación se convirtió en una metamorfosis, en una senda a mi propia muerte y resurrección.
Al concluir mi peregrinación, en Fisterra, subí la colina donde está emplazado el faro del fin del mundo y esperé en paz la puesta del sol mientras un puñado de peregrinos quemaba sus ropas para reforzar la idea de una “muerte mística”. En ese instante recordé las enseñanzas recibidas en el camino sobre la “metanoia” y comprendí que mi peregrinación desde Roncesvalles no había sido otra cosa que un cortejo fúnebre, una procesión mortuoria, en síntesis: un proceso metanoico.
Al ser consciente de esto, pude observar en perspectiva todas las charlas y las vivencias del camino como piezas de un enorme puzzle que tenía la obligación de armar y compartir con los demás. Este descubrimiento en el escarpado barranco del “fin de la tierra” cambió profundamente mi vida porque finalmente pude encontrar el propósito de mi existencia. Sin pretensiones mesiánicas, sin necesidad de mostrar credenciales que no tengo y con una preparación académica bastante pobre, a partir de ese momento me dediqué a “armar el rompecabezas”, canalizando todos mis esfuerzos para la difusión de la Sabiduría Antigua y la construcción de un mundo nuevo y mejor fundamentado en lo Bueno, lo Bello, lo Justo y lo Verdadero.
En Fisterra enterré mi vieja personalidad y de sus cenizas emergió “Phil-Eas”, el “Amante del Todo”.
Algunas veces me han preguntado: ¿En verdad existieron sus Maestros del Camino o fueron fruto de la imaginación? Ante esta pregunta, me limito a sintetizar mi experiencia del Camino en una palabra: sincronicidad. Los Maestros del Camino eran gente normal que respondía al significado último que los orientales dan al término upa-guru: Maestro cercano. En consonancia con esta idea, René Guénon definía al upa-guru como “todo ser, sea cual sea, cuyo encuentro es para alguien la ocasión o el punto de partida de un cierto desarrollo espiritual; y, de manera general, no es en absoluto necesario que este ser sea consciente del papel que así desempeña”.
Verdaderamente, no he podido interpretar las cosas maravillosas que me sucedieron a lo largo de los 850 kilómetros recorridos de una forma “racional”. Simplemente creo que supe sintonizarme con el significado último del Camino como “Via Lucis” y estar alerta a las coincidencias y a los mensajes que recibía a cada paso.
Quizás mi mente estuviera más “limpia” en el Camino y que haya podido interpretar mejor las señales, llevándome al contacto con personas afines que tenían un estado vibratorio similar. Puede ser. Tal vez ese estado de lucidez inédito haya tenido como consecuencia una interpretación trascendente de charlas que tal vez en otras circunstancias hubieran sido más bien triviales. No lo sé a ciencia cierta, es posible. Lo único que puedo asegurar es que el Camino supuso para mí una metanoia, un cambio profundo y radical. Una nueva forma de vivir y de interpretar el mundo.

Pocos meses después de terminar mi peregrinación me desplacé a la otra punta de la Península Ibérica, donde me dediqué a trabajar como camarero en un pueblo del Alt Empordà catalán. La labor en el restaurante era bastante dura pues consistía en 12-13 horas diarias de trabajo sin días libres durante los tres meses de verano.
No obstante, este humilde trabajo fue ideal para la práctica, ya que estaba en contacto constante con todo de tipo de personas, lo cual me permitió convertirme en un observador de la naturaleza humana y al mismo tiempo me permitió “aterrizar” en el mundo profano luego de haber experimentado la trascendencia del camino.
Durante mis meses de permanencia en el restaurante, los dueños me cedieron un minúsculo cuartucho que convertí en mi oratorio y laboratorio, en una especie de celda monacal. Al amanecer, realizaba mis prácticas y más tarde, durante todo el día, aprovechaba mi labor en la terraza para observar y auto-observarme. En ese tiempo aprendí mucho de psicología haciendo esto, mientras que durante la noche leía y releía los escritos de Bhagavan Das, Annie Besant, Erich Fromm y otros autores para usarlos al día siguiente en mis “experimentos de campo”.
Al desempeñar ante los demás el rol de un simple camarero foráneo no tenía nada que demostrar intelectualmente a nadie. Al ser subestimado e incluso menospreciado por ser un “sudaca”, tenía la enorme ventaja para pasar desapercibido y no ser molestado.

En mi papel de extranjero ignorante y con pocas luces pude observar detenidamente a una amplia colección de “muertos vivientes”: drogadictos, borrachos, ludópatas, cabezas rapadas y también la corruptela de los políticos y las autoridades locales. Fui testigo de infinitas charlas insulsas sobre fútbol, autos, hipotecas, televisión, el sorteo de la ONCE, los chismes de Isabel Pantoja y Operación Triunfo. En este ambiente profano, me coloqué mi traje de salamandra y pude permanecer en el fuego sin quemarme. Mientras la mayoría de los camareros de la localidad se quejaban por su salario, renunciaban por el exceso de trabajo o gastaban su dinero en alcohol y prostitutas, yo decidí aprovechar mi situación cuasi-carcelaria para perfeccionar y practicar con constancia el método ascético que había aprendido.
Años más tarde supe que este “anonimato” desempeñando una tarea humilde en un sitio lejano también lo había practicado el famoso escritor Carlos Castaneda, que trabajó de cocinero en un modesto restaurante de una perdida ruta a fin de lograr “perder la importancia personal”. Según cuenta Castaneda, en sus tiempos de cocinero se la pasó “friendo tocino con huevos para camioneros, contrabandistas y ladronzuelos en una mugrienta fonda de ruta”.
En esos días de duro trabajo participé en la fundación de un proyecto cultural en la web que bauticé “Biblioteca Upasika”, a fin de difundir la Sabiduría Antigua. Lo que muy pocos saben es que durante muchos meses este gran proyecto bibliográfico, que alcanzó las 100.000 visitas mensuales, fue dirigido por mí desde una computadora polvorienta en una de las puntas de la barra del bar, mientras tomaba apresuradamente mi desayuno antes de salir a atender las mesas de la terraza.
Durante cinco años trabajé como camarero en este perdido pueblo prepirenaico, tratando de conocerme a mí mismo al mismo tiempo que servía cortados, refrescos y bocatas de chorizo.
Las hojas de la libreta de “comandas” que guardaba en mi delantal negro no me duraban demasiado porque las usaba tanto para los pedidos de los clientes como para mis apresurados apuntes sobre las lecciones del sendero, intentando unir las piezas del rompecabezas compostelano. Muchas de esas notas desprolijas fueron ampliadas años después y convertidas en monografías del Programa OPI.

Tras mi regreso definitivo a Uruguay en 2006, seguí estudiando, escribiendo y practicando, descubriendo correspondencias y conociendo nuevas personas interesantes, hasta que en el año 2009 un grupo de estudiantes peruanos me citaron en Lima para organizar un proyecto cultural en consonancia con los contenidos de la Biblioteca Upasika. Como mis fondos eran escasísimos en esos días, tuve que viajar en ómnibus desde Buenos Aires a Lima, en otro viaje larguísimo que duró tres días y medio atravesando Argentina, Chile y Perú. En Lima fui recibido en la estación de autobuses por Eduardo Ciotola, quien fue mi guía en la capital peruana y a partir de ese momento todo el Universo conspiró para que finalmente el puzzle fuera armándose poco a poco para ser presentado a los demás en forma de un programa de estudios. Con Joshua, Eduardo, Luis Enrique, Elizabeth y Juan Guillermo plantamos la semilla de la Obra, y prontamente se sumaron otras personas para trabajar en la consolidación de sus fundamentos.
Aún estamos construyendo los cimientos de la Obra y todavía no he terminado de armar el inmenso rompecabezas. Con la publicación de “Propósito y Proyecto” quedarán consolidadas las bases del Programa OPI y sobre ellas seguiremos construyendo y profundizando, siempre en la forma de un programa de estudios no dogmático, universalista y con una metodología clara y coherente.
Las circunstancias me han obligado a asumir un rol de liderazgo que nunca pedí, pero que asumo con entusiasmo porque creo que el mundo necesita –hoy más que nunca– una filosofía vivencial fundamentada en el Amor y la Unidad Primordial.

En verdad, sigo siendo un peregrino con los pies ampollados que tuvo la fortuna de encontrar a sus compañeros del camino y compartir con ellos el pan y el vino, un humilde camarero que intenta estar atento a las lecciones de la vida mientras sirve un café con leche, un obrero dedicado a la construcción de un mundo nuevo y mejor a través del despertar de la conciencia. No soy un gurú ni un asceta. Vivo feliz en familia con mi esposa Sofía y mis hijos Santiago y Federico, y en la cotidianidad encuentro las pistas para llegar al centro del laberinto, mientras sigo enfrentando a mis dragones.
Sé que mi trabajo es insuficiente y sé también que otros podrían hacerlo mejor. Es cierto. Pero día a día trato de hacer mi parte del trabajo de la mejor forma y cuando me desanimo ante la magnitud de lo que nos queda por delante, encuentro inspiración en esta sencilla historia:
Durante un gigantesco incendio en el bosque, todos los animales huían desesperados para salvarse. En esta situación desesperante, un colibrí iba en el camino contrario, tomando con su pico agua de un lago cercano y arrojándola al fuego.
Un pelícano, contemplando la labor de la pequeña ave, le preguntó:
– ¡Hey! ¿Realmente crees que puedes apagar el incendio con la poca agua que arrojas?
Y el colibrí respondió: “Estoy seguro que no podré apagar el incendio solo, pero intento hacer mi parte”.
Non nobis Domine, non nobis, sed Nomine Tuo da Gloriam [“Nada para nosotros, Señor, nada para nosotros, sino para la gloria de tu nombre”, lema de los Caballeros Templarios]
