“Nuestro destino nunca es un lugar, sino una nueva forma de ver las cosas” (Henry Miller)

El viaje interior es un proceso de purificación y de transformación mediante el cual cada ser humano tiene la posibilidad de descubrir su propia naturaleza, para descartar todo lo que no es a fin de concentrarse en lo que es. Por esta razón, Junayd al-Bagdâdi decía que el sendero a la iluminación es un camino de un solo paso y que este paso era simplemente “salir de sí mismo”, desprendernos del Ego para focalizarnos en el Ser.

Este viaje de un solo paso consiste en el abandono consciente de nuestras limitaciones, que es la única forma de alcanzar una libertad plena.

Un solo paso, ¡pero qué paso tan difícil de dar! Los sabios de la humanidad han coincidido en que esta travesía interna es la tarea más complicada y desafiante que podamos emprender nunca, pero –por otra parte– es la única que puede otorgar sentido a nuestra existencia.

La Filosofía Iniciática es una filosofía del riesgo, y los nobles caminantes saben que la felicidad no está ni en la satisfacción de los deseos ni en el conformismo sino en la osadía, en la aceptación de los retos de la vida para darles una debida respuesta.

Durante mi peregrinación compostelana recibí un magistral consejo en una taberna perdida de Burgos. Otro peregrino, al verme cubierto de nieve y con un frío que me calaba los huesos, me dijo:  “Enamórate de la incomodidad, pues la comodidad nos lleva a la conformidad. Por el contrario, la incomodidad es sinónimo de inconformidad, y un peregrino nunca debe conformarse porque la conformidad es inmovilidad”.

La mayoría de las personas siente un llamado, un impulso interno a aventurarse en territorios nuevos. Sin embargo, esta gente no está dispuesta a pagar el precio, le cuesta muchísimo abandonar su zona de confort. En otras palabras: quiere cambiar sin cambiar.

El mundo desacralizado, chato y simplón de los modernos es la zona del “non plus ultra”, del “no te atrevas”, donde la gente prefiere “al malo conocido que al bueno por conocer”. Las tradiciones iniciáticas, por el contrario, nos invitan a conocer otro mundo, otra realidad, ingresar un espacio sagrado al que se accede únicamente “dando el paso”. En esta zona de transformación es donde todos nuestros esfuerzos, nuestras vivencias y nuestros afectos cobran total sentido.

El viaje espiritual no es progresivo sino regresivo, pues consiste en la recuperación de algo que perdimos, en una vuelta al punto de origen, que es divino y suprahistórico.

Por lo tanto, regresar no significa “volver a la edad de piedra” sino retornar a la fuente primordial, que “está fuera y más allá de la humanidad” según explicó muy bien René Guénon. Mircea Eliade, por su parte, hablará de un tiempo que está por encima del tiempo: “in illo tempore” (“en aquellos tiempos”), en otras palabras un tiempo sagrado.

Por lo tanto, es necesario comprender que el viaje iniciático transcurre por este tiempo que está por detrás del tiempo y por un espacio que está por detrás del espacio, es decir en unas coordenadas espacio-temporales que no son accesibles para todos. Nuestro viaje es aquí y ahora, pero –al mismo tiempo– transcurre en otro tiempo, en otro espacio, en otro mundo.

Ese espacio alternativo, ese territorio de magia y aventuras no está lejos, sino aquí mismo y es el mundo del Alma, interregno entre lo sensible y lo suprasensible, el Mundus Imaginalis.

Si este mundo está tan cerca de nosotros, ¿por qué no lo vemos? ¿por qué no accedemos a él? Desde siempre, los artistas, los místicos y los iniciados han insistido en que, para ver la realidad en su totalidad y comprenderla en su sentido más profundo, es necesario desarrollar una visión interna, re-educar la mirada. Limpiar el lente. Abrir el ojo del corazón.