La filosofía iniciática centra sus enseñanzas en una reeducación de la percepción, es decir, en la contemplación del mundo con otros ojos, afinando la mirada interior y desarrollando una captación intuitiva de la realidad a través de los símbolos. Como bien enseñan los místicos e iniciados, el simbolismo no es un entretenimiento o un conocimiento oscuro sino que es el lenguaje del alma, porque permite traducir lo invisible en imágenes visibles, permitiéndonos conectar planos, lo material y tangible con lo metafísico.

A través del estudio, la reflexión serena y el contacto con los símbolos, el alma tiene la capacidad de comenzar a recordar verdades que ya conocía, pero que había olvidado. Por eso la pedagogía iniciática es una anamnesis, un recuerdo, la posibilidad de conectar con nuestra esencia más profunda.

En primer lugar, al hablar de percepción es necesario empezar con los cinco sentidos que son los que nos conectan con el mundo exterior. Sin embargo, nuestros sentidos no solamente nos informan, sino que también nos filtran la realidad. En otras palabras, son ventanas pero también son barreras.

El proceso de recepción de impresiones externas a través de los órganos de los sentidos se llama “sensación” pero después, la selección, organización e interpretación de esas sensaciones en base a la experiencia y los recuerdos previos se llama “percepción”.

Sin embargo, los seres humanos no podemos percibir una enorme gama de colores, que van desde el infrarrojo al ultravioleta, y tampoco podemos captar sonidos que otros animales sí pueden detectar y utilizar para orientarse o comunicarse. Por esta razón, nuestra percepción es siempre parcial y condicionada por limitaciones biológicas y también mentales.

Siendo así, observamos la realidad no como es sino en función de nuestras limitaciones y también según nuestros preconceptos, creencias y experiencias previas. De ahí que, frente a un mismo suceso, dos personas capten elementos diferentes e interpreten el significado de lo ocurrido de modo distinto y, en ocasiones, incluso opuesto.

La percepción sensorial es la que está supeditada a los órganos de los sentidos y desde ciertas posturas materialistas (extremas, diría yo) se concluye que “lo que veo (o lo que captan los órganos de mis sentidos) es lo que es”. A esto podríamos llamarle una lectura ingenua del mundo, superficial.

No obstante, existe una percepción extra-sensorial, es decir por encima de los sentidos, que nos permite acceder a niveles más sutiles de la realidad, captar aquello que no puede medirse ni pesarse, pero que se intuye, se siente o se revela en la profundidad del ser. Esta percepción no depende de los estímulos externos, sino de un afinamiento de la conciencia que se logra mediante la contemplación, el silencio, la meditación y otras técnicas introspectivas propias de las escuelas espirituales.

Los antiguos la llamaban visión del corazón o conocimiento intuitivo, y afirmaban que solo a través de ella es posible penetrar los velos de la apariencia y reconocer la esencia de las cosas. En ese sentido, el símbolo se convierte en puente, en mediador entre el mundo visible y el invisible, entre el intelecto y la intuición.

Por eso, la enseñanza iniciática no busca solo transmitir información, sino provocar un despertar. Su propósito es que el estudiante cambie su percepción, que despierte en él una sensibilidad capaz de reconocer lo sagrado en lo cotidiano.

Según estas enseñanzas, el ser humano tiene tres ojos o tres niveles de percepción:

  1. Oculus Carni (ojo del cuerpo, los sentidos) Percepción del mundo espacial, los objetos y la realidad física circundante.
  2. Oculus Rationis (ojo racional, la razón) Nos permite razonar, filosofar, realizar silogismos.
  3. Oculus Fidei (ojo de contemplación, la intuición) nos brinda acceso a una realidad diferente, metafísica.

Cada uno de estos ojos permite conectarnos con realidades diferentes. Todos son necesarios y como dice Raimon Panikkar: “Cuando el tercer ojo funciona por su cuenta aparecen los misticismos negadores del mundo y de la vida humana. Cuando esta visión no se divorcia de los sentidos corporales ni del sentido intelectual, esto es, cuando los tres ojos están despiertos, la interpretación descubre la irreductibilidad de la realidad tanto a la sola materia como al solo intelecto”.

De ahí que la Filosofía Iniciática postule una enseñanza integral donde no se niega ni el cuerpo ni la razón, pero sí se apunta a una armonización de los niveles de percepción para acceder a una visión más completa y profunda de la realidad.

Por eso el símbolo es importante ya que actúa como conector de realidades y nos permite trascender los límites de lo meramente literal o lógico, abriendo paso a una comprensión más profunda y en conexión con nuestro Yo Superior. El símbolo nunca explica sino que sugiere, evoca, despierta. No impone una verdad cerrada, sino que invita al alma a recordar lo que ya sabe en lo más profundo.