El proceso espiritual es un recorrido gradual y contracorriente desde la oscuridad a la luz, y entendiendo a esa luz como el destino final de todos nuestros esfuerzos, en ocasiones la Filosofía Iniciática habla de “vestirnos de luz” y de colocarnos un “traje luminoso”.

En el Nuevo Testamento, San Pablo revela que “Jesús [enseñó] que debemos quitarnos el ropaje de la vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos; ser renovados en la actitud de su mente; y ponernos el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad” (Efestios 4:20-24).

En la Alquimia, después de la etapa inicial de la Nigredo, el cuervo negro deja paso al cisne blanco, es decir que el Alma después de atravesar territorios tenebrosos termina vistiéndose de blanco, representando así la victoria de la luz.

En alusión al “matrimonio alquímico” del Azufre y el Mercurio, a veces esta indumentaria luminosa recibe el nombre de “traje de bodas”, un símbolo recurrente en el esoterismo cristiano y que aparece en los evangelios, más precisamente en la parábola del banquete de bodas, cuando Jesús dice: “Entró el rey a ver a los comensales, y al notar que había allí uno que no tenía traje de boda, le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?” Él se quedó callado. Entonces el rey dijo a los sirvientes: “Atadle de pies y manos, y echadle a las tinieblas de fuera”. Porque muchos son llamados, mas pocos escogidos” (Mateo 22:11-14).

Vestimentas blancas

Atendiendo a esta misma idea de una luz superior que nos va impregnando y tiñéndonos con la luz más pura y diáfana, muchas escuelas de corte iniciático utilizan túnicas, mandiles, estolas, collarines o esclavinas de color blanco en sus rituales, simbolizando tres cosas: la claridad, la pureza de intenciones y la inocencia.

En tiempos antiguos, a los Esenios se les llamó los “Hermanos de blanco” en alusión a sus vestimentas. Sobre esto, el historiador Flavio Josefo contó que esta comunidad “considera el aceite como una mancha, y si uno, sin darse cuenta, se unge con este producto, tiene que limpiarse el cuerpo, ya que ellos dan mucho valor a tener la piel seca y vestir siempre de blanco” (1).

Entre los griegos, la indumentaria para el trabajo iniciático también solía ser de color blanco porque –según reveló Cicerón– éste era el color que más reconfortaba a los dioses (2). En verdad, podemos encontrar atuendos de color blanco en casi todas las tradiciones mistéricas: en Mithra, en Escandinavia, en Japón, entre los druidas y cabe acotar que esta costumbre perduró en las escuelas modernas como el Rosacrucismo y la Masonería.

El delantal que recibe el aprendiz masón en su iniciación ritual es de color blanco y tradicionalmente se elabora con piel de cordero nonato o recién nacido, a fin de reforzar la idea de una “nueva inocencia” de la que mucho hablado Raimon Panikkar en sus obras. Esta “nueva inocencia” no es otra cosa que un cambio de conciencia, una nueva forma de contemplar la realidad. Este es el sentido de “volvernos niños” y de “nacer por segunda vez” que Jesús enseña en los evangelios: “Quien no recibiere como niño inocente el reino de Dios no entrará en él” (Marcos 10:15).

Dicho de otro modo, a medida que nos hacemos adultos, damos al mundo “por sentado” y la mente deja de sentirse maravillada: todo lo etiqueta, todo lo cataloga, estableciendo una barrera infranqueable entre lo “de afuera” y lo “de adentro”. Esta visión profana de un mundo de “cosas” separadas y de acontecimientos casuales se hace añicos con la Iniciación (con la verdadera Iniciación, no con una simple ceremonia que tan solo la representa). Por esta razón es necesario que volvamos a ser niños y que experimentemos una “nueva inocencia” que nos permita reencantar el mundo, animarlo, llenándolo de vida y de magia.

Estas vestimentas blancas inmaculadas representan el “cuerpo de luz” o “augoeides” (augo=luz del sol y eidos=forma) que aparece en la literatura de los neoplatónicos y que no es otra cosa que el Alma purificada, vestida de luz.

H.P. Blavatsky decía que “el augoeides es la luminosa radiación divina del Ego (Yo Superior), que, cuando encarnado, no es más que su sombra” (3). En rigor de verdad, el término “augoeides” se refiere a la luminosidad divina que logra colarse desde lo alto para liberar al Alma de sus sólidos grilletes materiales y restaurar sus alas. Por lo tanto, la iluminación del Alma no es otra cosa que la recuperación de nuestra propia luz, una luz que nunca desapareció del todo.

En un bello pasaje del evangelio apócrifo de Tomás, Jesucristo exclama: “Quien tiene oídos, ¡que oiga! Dentro de una persona de luz hay luz, y él ilumina el mundo entero. Cuando no brilla, hay oscuridad”.

Por lo tanto, debemos entender esta luminosidad que viene de “arriba” como una luz que emana desde lo más profundo del corazón llenando de claridad nuestra mirada para que ésta pueda contemplar un mundo de luz.

“Así el vencedor será revestido de vestiduras blancas y no borraré su nombre del libro de la vida, y reconoceré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles” (Apocalipsis 3:5).

Notas del texto

(1) Flavio Josefo: “La guerra de los judíos”
(2) Cicerón, Marco Tulio: “The treatises of M.T. Cicero on the nature of the gods”
(3) Blavatsky, Helena Petrovna: “Glosario Teosófico”