Un mudra es una postura de manos utilizada en prácticas espirituales y en todas las tradiciones. En un primer acercamiento, podemos decir que las posturas corporales, en especial la postura de las manos, están vinculadas a la circulación y canalización de la energía vital o prana.

Por otro lado, las manos, al adoptar gestos específicos, comunican a nuestra mente mensajes sutiles, a fin de predisponerla para la meditación, la calma o incluso la conexión con la trascendencia.

Cada mudra posee un significado particular, actuando como un código simbólico que ayuda a enfocar y equilibrar las energías internas.

Existen decenas de mudras que se utilizan en diversos fines pero hoy me quiero centrar en los mudras de conexión, es decir aquellos que se usan tradicionalmente como refuerzo corporal a la oración, entendida esta como una conexión con lo divino o con capas más profundas de nuestro ser.

En la antigüedad, el gesto más común durante la oración era el alzamiento de los brazos abiertos, tal como nos dice Apuleyo: «La postura de los que oran es avanzar con las manos extendidas hacia el cielo». Este gesto conocido como “orans” simboliza la apertura y la conexión directa con lo divino, como si el orante ofreciera su ser y su plegaria a los dioses de una manera franca y receptiva.

En las culturas antiguas, esta posición corporal no solo era un gesto de súplica, sino también de entrega y comunión con lo celestial.

Los judíos usaban esta forma de comunión con lo alto y por eso dice Judith Couchman: “Debido a que los primeros cristianos eran judíos, naturalmente levantaban las manos en oración, como las figuras encontradas en las catacumbas en la posición de orans y la literatura de la iglesia primitiva indica la práctica generalizada de esta posición de orador. En los siglos primero al tercero, Marco Minucio Félix, Clemente de Roma, Clemente de Alejandría y Tertuliano aconsejaron a los cristianos levantar las manos en oración, o al menos mencionaron la práctica. La diferencia distintiva, sin embargo, fue que los cristianos vieron en la figura del hombre orante la figura de la cruz”.

Es decir, que -bajo esta nueva perspectiva- las manos elevadas a lo alto eran una “imitatio christi”, una imitación del Cristo crucificado, en consonancia con el pasaje del evangelio: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mateo 16:24) y esto significa morir -o sea, morir al viejo hombre- tomar nuestra cruz (nuestro cuerpo) y seguir los pasos de Jesús el Cristo.

En los primeros siglos, los cristianos mantuvieron esta costumbre de los brazos abiertos a lo alto, pero durante el medioevo cambiaron esta postura por otra, juntando sus manos a la altura del pecho, con las palmas juntas.

Algunos investigadores han conectado esta práctica con la costumbre de los siervos, los cuales colocaban sus manos juntas ante su señor como señal de fidelidad y respeto. Incluso en el contrato de vasallaje, en el ritual de subordinación al señor, el aspirante a vasallo se presentaba con la cabeza descubierta y desarmado en señal de sumisión y se arrodillaba ante él, juntando sus manos. El señor, entonces, tomaba las manos del vasallo entre las suyas, en un gesto simbólico conocido como immixtio manuum .

Este gesto se trasladó a la práctica religiosa de dos formas distintas: con los dedos entrelazados o bien con las palmas juntas, en una postura que nos recuerda bastante al mudra anjali del hinduismo, que se usa en prácticas yóguicas y también como saludo a otras personas junto con la expresión “namasté», que puede traducirse como «lo sagrado en mí reconoce lo sagrado en ti».

El mudra anjali se realiza en tres partes del cuerpo: frente al pecho, conectando el corazón con lo divino, frente al entrecejo, conectando el tercer ojo, o bien sobre la cabeza, actuando como puente energético entre lo alto y lo bajo.

Cuando se realiza frente al pecho, los dos pulgares apuntan al corazón y ejercen algo de presión, mientras que los otros cuatro dedos apuntan a lo alto, Lo mismo ocurre en el entrecejo.

Estas posturas que hemos repasado parten de lo bajo a lo alto, implican subordinación de lo humano a lo divino, en forma de puente pero también de recepción. Las palmas abiertas al cielo siempre nos hablan de recepción, pero también encontramos mudras que se utilizan justamente al revés, como aquellos en los que la dirección de la energía se invierte y funcionan como una irradiación de energía hacia el exterior, dando, derramando, como en el conocido gesto de bendición que se realiza con tres dedos.

Este gesto es bastante común en la tradición cristiana, se lo hemos visto hacer a los papas, incluso está en el arcano del tarot del hierofante o papa, y recibe el nombre de “bendición frigia” o «manus benedictio». Desde lo simbólico, los tres dedos extendidos representan a la Santísima Trinidad —Padre, Hijo y Espíritu Santo— mientras que los otros dos dedos plegados representan la naturaleza dual de Cristo, divina y humana.

Eliphas Lévi llama a esta posición de los tres dedos «el signo del ocultismo» y en su obra «Dogma y Ritual de Alta Magia» aparece la imagen de una mano sacerdotal que bendice con los dos dedos mientras que intercepta la luz, produciendo «una sombra cornuda y monstruosa».

Lo interesante de todas estas posturas no es simplemente entenderlas sino practicarlas, experimentar. Salir al aire libre, cerrar los ojos y abrir los brazos al cielo, sentir el cosquilleo en las palmas, tratando de conectar con lo alto. para estos ejercicios no necesitamos equipamiento ni cosas extrañas, solamente nuestras manos. Así que, como siempre digo, los mejor no creerse nada de esto sino pasar a la acción, curiosear y experimentar por nosotros mismos de qué forma nuestras manos nos pueden ayudar a descubrir nuevas dimensiones de nuestro ser, equilibrar nuestras energías y conectar con la divinidad que reside en nuestro interior.