Un mandala es una representación simbólica que, mediante formas geométricas concéntricas, expresa la unidad, la totalidad y el orden del cosmos.

El término mandala es de origen sánscrito y significa, justamente, círculo, por lo cual toda representación circular con una connotación sagrada podría ser denominada “mandala”.

Los mandalas han sido utilizados durante siglos en distintas tradiciones orientales —especialmente el budismo y el hinduísmo— aunque también los podemos encontrar en occidente. De hecho, el primero en hablar de “mandalas alquímicos” fue Carl Gustav Jung, quien consideraba a los mandalas como expresiones simbólicas del “sí-mismo”. Para él, dibujar, colorear o contemplar un mandala era una manera de acceder a esa imagen profunda del alma, favoreciendo la integración de los opuestos y el equilibrio psíquico.

Desde lo iniciático, el mandala es una figura que sirve como puerta a otra realidad, y para abrir esa puerta es necesario usar una llave: la concentración, que etimológicamente significa “unir en el centro” (“con”, reunir y “centrum”, punta del compás). Cada vez que pintamos un mandala conscientemente (no mecánicamente) podemos experimentar un “regreso al centro”, disfrutando de un ejercicio que sirve para concentrarnos, serenarnos, ordenarnos, reencontrarnos con nosotros mismos y encontrar el punto de origen.

Aunque Jung fue el primero en referirse a los mandalas alquímicos, quien desarrolló esta idea fue el investigador de alquimia Adam MacLean, quien dijo lo siguiente: “Aquellos que han estudiado profundamente el esoterismo occidental se dan cuenta de que los “mandalas” también están presentes en el núcleo de esta tradición, especialmente en lo que respecta a la tradición hermética. Sin embargo, estos mandalas occidentales son mucho más oscuros, motivo por el cual han sido descuidados. No poseen vinculada a ellas el aura del “Oriente místico” que los occidentales, en los últimos tiempos, muchas veces ven de forma romántica como la única fuente legítima de insight espiritual. Sin embargo, encierran en sí un profundo sistema de sabiduría sagrada, correspondiente al que se encuentra en las tradiciones orientales”.

Los mandalas alquímicos tienen diversas capas de profundidad. Para quien nunca ha se ha interiorizado en los conceptos herméticos pueden parecer dibujos fascinantes pero extraños e incluso caóticos. Sin embargo, para quienes han estudiado alquimia estos mandalas son auténticos mapas del proceso iniciático, representaciones simbólicas del viaje interior desde la putrefacción inicial (nigredo) hasta la integración plena (rubedo). Pero tanto para el lego como para el experto, los emblemas alquímicos siempre tienen algo que decirnos: sus imágenes hablan en múltiples niveles, despertando en cada alma aquello que está listo para ser comprendido.

Por esto decía Stolcius al presentar sus 160 emblemas en el “Viridarium Chymicum”: «Escribimos para los eruditos y los no eruditos: los eruditos y los no eruditos leerán lo que les corresponde».

Jessica Hartmann habla de “respirar la imagen”, como quien inhala el perfume de una flor rara, permitiendo que el aire lleno de simbolismo oxigene la mente y nutra el alma. Para ella, cada emblema era un paisaje en miniatura, un universo vivo atrapado en líneas y formas en espera de ser liberado. Adam MacLean decía algo parecido, al señalar que es preciso “transformar la imagen plana en un paisaje tridimensional”, del mismo modo que Alicia se adentraba en el espejo y cruzaba a un mundo paralelo, desconocido y fascinante.

¿Cómo trabajar con estos mandalas? En primer lugar es preciso observar detenidamente la imagen, sin apresurarnos a entenderla. Hay que examinar cada detalle, cada figura y cada palabra escrita. Si miramos en profundidad, descubriremos que los símbolos contenidos en un mandala o en un emblema dialogan entre sí, forman una especie de circuito.

A mí me pasa casi siempre que, en una primera mirada a un emblema, no entiendo nada. Luego empiezo a distinguir animales, signos, personajes, hasta que logro relacionarlos entre sí, siendo consciente que el significado está dado en el conjunto de símbolos y no en los símbolos por separado. Podríamos decir que son como las notas de una partitura: por separado no dicen gran cosa, pero juntas componen una sinfonía.

Por lo tanto, el trabajo con el mandala no es un ejercicio intelectual en sentido estricto, sino una forma de meditación activa. Jessica Hartmann solía decir que “hay que dejar que el mandala nos lea a nosotros”, como si en lugar de desentrañar nosotros su significado, permitiéramos que sea él quien penetre en nuestra interioridad.