El Sendero representa un proceso desde un punto de partida, que asociamos con la oscuridad, el sueño, la ignorancia, lo profano, la materia, y un punto de llegada, que relacionamos con la luz, la vigilia, la sabiduría, lo sagrado, lo espiritual.
Nosotros somos seres en tránsito. Incluso cuando decimos “Yo soy” entramos en un error porque -y esto bien lo ha explicado Mario Sabán– lo correcto sería decir “Yo estoy siendo”. ¿Qué significa esto? Que al asumir nuestra identidad de seres de dos mundos, también entendemos que no somos un producto terminado sino una obra en construcción, como aquella bella escultura muy usada en ámbitos masónicos donde hay un constructor que se está construyendo, un escultor que se esculpe a sí mismo, dando forma a su propio ser con cada golpe del cincel.
La versión más conocida de esta obra, “Man Carving His Own Destiny” (El hombre esculpiendo su propio destino), del escultor Albin Polasek sirve no solamente para contemplar sino para reflexionar sobre nosotros mismos, de la superación de las limitaciones y del esfuerzo constante que implica el trabajo sobre sí mismo.
Entonces cuando decimos “Yo soy” debemos entender que es una forma de expresar nuestra identidad divina, de identificarnos con la Fuente, pero luego hay que seguir. «Yo Soy Eso», claro que sí, pero luego sigo transitando para actualizar esa identidad. En otras palabras, la actualización de nuestra identidad divina se logra fluyendo, caminando, viajando, transitando.
Recordemos siempre estas ideas que es preciso repetirlas una y otra vez. Somos peregrinos, extranjeros, nuestra patria está en los cielos. Entonces nuestra misión es volver a casa, pero al mismo tiempo disfrutar del camino.
Por lo tanto, al asumir nuestro rol de nobles caminantes, siempre nos encontramos en el proceso, en un punto intermedio entre la materia y el espíritu, entre lo profano y lo sagrado, y al entender esto también comprendemos que somos seres fluyendo, perfectamente imperfectos pero transitando.
Hablamos de caminantes, viajeros, peregrinos, pero le agregamos un adjetivo: “noble”. Pero, ¿de qué nobleza estamos hablando?
Ciertamente, nuestra nobleza no está relacionada con la sangre ni con títulos nobiliarios. La nuestra es una nobleza del corazón y, por lo tanto, solemos hablar de una “aristocracia cordial”.
Esta nobleza del corazón no es un privilegio otorgado al azar ni una distinción superficial, sino un ideal que se cultiva mediante la virtud y la búsqueda de lo trascendente.
Por esta razón, en algunos manuscritos heráldicos podía leerse la frase: “Nobilitatis virtus non stemma” (“La Virtud, no el pedigree, es el signo de la nobleza”), por lo cual el eje de la nobleza no es el ADN sino la Virtud. En esta imagen vemos un águila adulta haciendo que su cría observe de frente al sol, una escena simbólica que era bastante usual en el renacimiento.
Hay una palabra oriental que expresa exactamente esta idea y es la palabra “ario”, la cual no tiene nada que ver con el nazismo y con la supuesta raza aria. La palabra “aria” o “ario” proviene del contexto indoiraní y quiere decir justamente “noble”.
Antonio Medrano comenta que el vocablo “ario” encierra los significados de “noble, señor, excelso, honorable, eminente, digno de confianza y honor, bien nacido, venerable o heroico, además de leal, servicial, dedicado o devoto (la lealtad, la devoción y el servicio como condición de la honorabilidad y la nobleza). Se halla emparentado con otros muchos que denotan dignidad, nobleza, grandeza o señorío en los diversos idiomas de la familia indoeuropea: el gótico era, «noble»; el irlandés er, «grande y bueno»; el sánscrito arhant, «héroe»; el latino heros, «héroe», y también erectus, «recto» o «noble»; el céltico ard, «alto y noble»; las voces griegas aristoi, «los mejores», arete, «virtud», arios, «fuerte», y aristeia, «acción heroica». Y acusa su presencia en los nombres de algunas naciones de origen indoeuropeo, como por ejemplo, Armenia, Eire (nombre primitivo de Irlanda, en inglés Ireland, pronunciado «Air-land») o Iran, originariamente Eircin o Airyan. Nombres todos ellos que contienen una alusión a la nobleza de los pueblos respectivos.(…) Según el filólogo español José Alemany y Bolufer, buen conocedor y traductor del sánscrito, la palabra arya tiene el mismo significado que el griego aristos, del que derivan «aristocracia» y «aristocrático»,
En la India, la senda heroica también se llama “arya-marga” (camino noble), que es el “camino sagrado, supramundano, consistente en los cuatro grados de santidad”. Por esto, Helena Blavatsky explica que originariamente, el nombre “arya” era “el título de los Rishis”, sabios o seres iluminados que han “entrado en el sendero (…) que conduce al Nirvana”.
El primer noble viajero o noble caminante que conocemos que se dio ese nombre a sí mismo fue Cagliostro.
Sin embargo, el alquimista Oscar Vladislas de Lubicz Milosz consideraba que el término “noble viajero” era “el nombre secreto de los iniciados de la antigüedad, transmitido por tradición oral a aquellos de la edad media y de los tiempos modernos. (…) Los peregrinajes de los iniciados no se distinguían de los comunes viajes de estudio, salvo por el hecho de que su itinerario coincidía rigurosamente, bajo las apariencias de un trayecto azaroso, con las aspiraciones y aptitudes más secretas del adepto”.
Ahora volvamos a Cagliostro. En un episodio histórico digno de ser recordado, al ser interrogado en París (1786) este conocido personaje exclamó a modo de defensa:
“Aquí estoy: soy NOBLE y VIAJERO; hablo, y vuestra alma se estremece al reconocer palabras antiguas; una voz que está en vosotros y que permanecía en silencio desde hacía mucho, responde a la llamada de la mía: actúo y la paz regresa a vuestros corazones. Todos los hombres son mis hermanos; todos los países me son queridos; los recorro para que, en todas partes, el Espíritu pueda descender y encontrar un camino hacia vosotros. No les pido a los reyes, cuyo poder respeto, más que hospitalidad en sus tierras y, cuando se me concede, paso por ellas haciendo en derredor mío el mayor bien posible; pero no hago sino pasar. ¿Soy un NOBLE VIAJERO?.
Voy hacia el Norte, hacia la bruma y el frío, abandonando allá por donde paso algunas parcelas de mí mismo, consumiéndome, disminuyéndome a cada estación que pasa, pero dejándoos un poco de claridad, un poco de calor, un poco de fuerza, hasta que al final me detenga y me fije definitivamente al término de mi carrera, en la hora en que la rosa florecerá sobre la cruz”.
Al denominarse a sí mismo noble viajero, Cagliostro se estaba equiparando o emulando a Christian Rosenkreutz, el padre fundador de la RC, un noble viajero cuyas historias han quedado registradas en los manifiestos, especialmente en la Fama Fraternitatis.
Nobles viajeros han sido Eneas, Ulises, Dante, Jasón, Gilgamesh, Sigfrido, Simbad, etc. Todos los héroes -como bien señaló Joseph Campbell- deben emprender un viaje.
Si vamos al inicio de la Fama, vemos que se dice expresamente que “en el quinto año de su vida, debido a la pobreza de sus padres (aunque nobles), fue colocado en un monasterio”. Es decir, la familia de CRC era noble pero había caído en la pobreza. ¿Acaso esto no nos recuerda, en primer lugar a Jesús el Cristo? Según los evangelios, Jesús, descendiente de la casa del Rey David, nació en circunstancias humildes, en un pesebre de Belén, mostrando desde el inicio ese contraste entre la nobleza espiritual y la pobreza material. Su linaje real no se manifestaba en riquezas ni poder temporal, sino en una realeza interior, la llamada “aristocracia cordial”.
Otro ejemplo que viene a cuento es el que aparece en el Himno de la Perla, uno de los textos más bellos de la literatura gnóstica, que podemos encontrar dentro de los Hechos de Tomás. Este himno narra la historia de un joven príncipe que, siendo hijo de un Rey del Oriente, es enviado a Egipto para recuperar una perla custodiada por una serpiente. Antes de partir, sus padres le entregan un pequeño tesoro y le quitan su túnica luminosa, símbolo de su naturaleza divina, con la promesa de que la recuperará si cumple su misión. Al llegar a Egipto —imagen del mundo material— el joven se mezcla con los habitantes del lugar, adopta sus costumbres, come su comida y, en consecuencia, olvida quién es y a qué ha venido. Así comienza el sueño del alma, el olvido de su origen y de su tarea sagrada.
Desde el reino lejano, sus padres se dan cuenta que se ha olvidado de su identidad noble y le envían una carta sellada. Al leerla, el príncipe finalmente recuerda su linaje real y su propósito. Invocando los nombres de su Padre, su Madre y su Hermano, logra adormecer a la serpiente, recuperar la perla y emprender el regreso a su patria. Cuando llega al puerto del Oriente, recibe de nuevo su túnica brillante, signo de que ha recobrado su identidad divina.
El himno es una alegoría del alma humana y su descenso al mundo material, ese hito existencial que tradicionalmente se llama la “caída” y que implica un olvido de nuestra verdadera naturaleza. Por eso el objetivo de las escuelas iniciáticas es uno y solo uno: suministrar herramientas para que los discípulos recuerden su identidad divina.
De ahí la insistencia en la Rosacruz Iniciática de hablar del noble camino y de nuestra identidad como almas en tránsito, nobles caminantes, seres espirituales viviendo una aventura material, entendiendo que nuestro proceso interior no es otra cosa que un viaje de retorno.
El trabajo iniciático no es, entonces, un añadido externo, algo que tenemos que alcanzar u obtener, sino un acto de memoria, a fin de re-memorar, re-cordar lo que ya somos en esencia.


