En estos tiempos de crisis sanitaria, de confinamiento en nuestras casas, una palabrita ha vuelto a ponerse de moda: cuarentena. Un período de aislamiento que tiene como cometido evitar que una enfermedad –un virus en este caso– se extienda de forma exponencial.
Todo apunta a que el primero que utilizó la palabra y el concepto de cuarentena fue el famoso Avicena, que en su Canon de Medicina, del año 1020, habló de la cuarentena como un método de particular eficacia para evitar o limitar el contagio de las enfermedades infecciosas. Lo interesante de Avicena es que en sus escritos vincula esta cuarentena con una virtud, una virtud que escasea en nuestros tiempos acelerados del “todo ya”. Me refiero a la paciencia. Dice Avicena: “La imaginación es la mitad de la enfermedad. La tranquilidad es la mitad del remedio. Y la paciencia es el comienzo de la cura”.
Paciencia. De ahí viene justamente la palabra “paciente” que se opone a “agente”, que nos habla de acción.
Más tarde, en 1374, en Módena (Italia) se realizó el primer cordón sanitario, mientras que el término de “cuarentena” fue asociado al desplazamiento de personas por los mares, y era usual que se aplicaran períodos de aislamiento a los barcos provenientes de países y ciudades con problemas sanitarios. Ya a fines del siglo XX, los astronautas de las misiones Apolo, al llegar desde el espacio exterior, eran puestos en cuarentena durante 21 días en un módulo bastante pequeño, donde recibían visitas –cristal de por medio– de sus esposas, de investigadores de la NASA y hasta del presidente de los Estados Unidos.
Aunque la cuarentena esté asociada a Avicena y a los aislamientos médicos, mucho antes en el tiempo el uso simbólico del número cuarenta era bastante habitual en las tradiciones del cercano oriente y así aparece reflejado en sus textos sagrados.
Si echamos un vistazo al Antiguo Testamento, el cuarenta aparece en varias ocasiones.
Noé, por ejemplo, permaneció a salvo en su arca durante el diluvio en un período de cuarenta días y cuarenta noches hasta encontrar tierra firme. Estamos hablando de un tiempo de purificación, con un fenómeno meteorológico a través del cual se simboliza la muerte de lo viejo y la posibilidad de volver a empezar desde cero.
Otra aparición de este número asociado con un lapso de tiempo determinado es en el Éxodo donde hay un profundo simbolismo relacionado al proceso del Alma. En esta salida de Egipto, de Moisés y los judíos rumbo a la Tierra Prometida, vemos varias etapas:
a) Un primer momento de esclavitud en Egipto, que se corresponde a la oscuridad de la caverna platónica, la prisión. También recordemos que los egipcios no llamaban a su país Egipto sino Khemet, que quiere decir “tierra negra”, la primera fase de oscuridad, el nigredo, las tinieblas.
b) Luego se produce un escape y tenemos un hito: el cruce del Mar Rojo, que nos habla de traspasar el umbral, de superar un límite que nos impedía pasar al otro lado. Aquí encontramos claramente la metanoia, el giro de 180 grados que los musulmanes llaman “tawba”.
c) Luego hay un período de purificación, de purgación, de pruebas, los cuarenta años en el desierto y aquí otra vez aparece la cuarentena.
d) Por último está la llegada a la Tierra Prometida que representa la meta, la iluminación, la iniciación. La Luz de la Tierra Santa y el arribo a este lugar se da justamente cuando los judíos ya estaban listos para recibir un conocimiento de naturaleza trascendente.
Leemos en el Deuteronomio 29:2-4: “Os he traído cuarenta años en el desierto. (…) Vosotros habéis visto todo lo que Jehová ha hecho delante de vuestros ojos, (…) las grandes pruebas que vieron vuestros ojos, las señales y las grandes maravillas. Pero hasta hoy Jehová no os ha dado corazón para entender, ni ojos para ver, ni oídos para oír”.
Es bastante divertido escuchar a los ateos hablar de los 40 años de Moisés en el desierto y hacer chistes sobre ello. ¿Por qué? Porque aunque quieran hacerse los sofisticados y racionales, siguen leyendo las escrituras sagradas de forma increíblemente literal, con un balde en la cabeza y por eso no entienden absolutamente nada, y en eso se asemejan bastante a los fundamentalistas religiosos que también leen la Biblia de una manera absurdamente lineal.
Hay otros ejemplos del 40 en el Antiguo Testamento. El mismo Moisés permaneció 40 días en el Monte Sinaí y Elías peregrinó durante 40 días hasta ese mismo lugar, y en ambos casos el resultado de este período es el mismo: un cambio radical en sus vidas.
Ahora pasemos al Nuevo Testamento, donde aparece relatada la vida de Jesús el Cristo. Es interesante que –una vez más– el número 40 aparezca vinculado a períodos de prueba. Veamos: cuarenta fueron los días en los que Jesús permaneció en el desierto y en donde fue tentado por el diablo, y también fueron cuarenta los días que transcurrieron entre la resurrección hasta la ascensión.
La montaña y el desierto son espacios simbólicos, una escenografía propicia para generar un cambio de nivel, y lo mismo podría decirse del horno alquímico (atanor), del capullo de seda, de la cámara de reflexión o del sarcófago iniciático. Todos estos son espacios de aislamiento, algunos al aire libre, otros en espacios cerrados, pero siempre estamos hablando de lo mismo: de un cambio radical.
En el calendario litúrgico cristiano hay un período de tiempo que recuerda la importancia de este tiempo de prueba, la cuaresma, un vocablo que se origina con la palabra latina “quadragesima”, en otras palabras: cuarenta días. Cuarenta días que comienzan en el Miércoles de Ceniza hasta el Jueves Santo. Un período que muy pocos cristianos recuerdan y que muchos menos practican, una de las tantas razones de la decadencia en la que se encuentran las confesiones cristianas al mismo tiempo que los musulmanes sí suelen respetar el mes de Ramadán. He ahí la diferencia entre creyentes y fieles. Mientras existan personas que se limiten a creer en los mandatos de su religión pero que no vivan ni un poquito las enseñanzas, las iglesias se seguirán convirtiendo en museos exóticos para que los turistas puedan sacar muchas fotografías.
Por todo lo dicho antes, queda claro que la cuarentena o el período de cuarenta días en las tradiciones espirituales nos está hablando de espera, de preparación para algo, de pruebas y también de transformación, de transmutación espiritual. Según René Allendy “este número marca la terminación de un ciclo. Sin embargo, este ciclo debe ir a parar no a una simple repetición, sino a un cambio radical, a un paso a otro orden de acción y de vida”.
Estamos hablando de un momento propicio y perfecto para hacer una pausa. Un período de tiempo para reflexionar, descubrir dónde estamos parados y hacia dónde vamos. En ocasiones se vincula esta cuarentena con otro concepto importante en la espiritualidad tradicional: la noche oscura.
¿Qué es la noche oscura? Es una forma simbólica de describir una fase de soledad y –en ocasiones– de desesperanza. Es un verdadero viaje iniciático, el período de desplazamiento por los corredores del laberinto que vienen y van, también es momento de confusión. Es bien conocido el poema de San Juan de la Cruz sobre este tema, pero a mi me gusta particularmente la descripción que hace Simone Weil sobre el prisionero que escapa de la caverna platónica y que dice así:
“El cautivo cuyas cadenas han caído atraviesa la caverna. No discierne nada, por otra parte está realmente en la penumbra. No le serviría de nada detenerse y examinar lo que le rodea. Tiene que caminar aunque sea al precio de mil dolores y saber adónde va. La voluntad es aquí la única que interviene, la inteligencia no desempeña ningún papel. Hay que hacer un esfuerzo a cada paso, y si cesa el esfuerzo antes de salir, aunque no faltare más que un solo paso, no se saldrá jamás. Los últimos pasos son los más duros”.
La noche oscura es –como se dice en el budismo– un “vacío fértil” y en esta crisis sanitaria la humanidad ha tenido que experimentar de forma conjunta una noche oscura, esta cuarentena. Para algunos ha sido un verdadero espacio de crecimiento, mientras que otros se han empantanado más en sus prejuicios, en un materialismo más extremo y en un afán por regresar a la normalidad, si es que podemos llamar “normal” al mundo que existía antes de la crisis. Sin embargo, a todos, absolutamente a todos, se nos dio la misma posibilidad de elegir: o la píldora roja o la píldora azul.
La Covid-19 ha dejado en evidencia una enfermedad más profunda, más trágica: la ignorancia. Mientras algunos siguen soñando con superar la etapa humana hablando de las supuestas bondades del transhumanismo, queda claro que –cuando ya han pasado 20 años de este siglo XXI– seguimos teniendo los mismos problemas de siempre, las mismas dudas y seguimos cometiendo los mismos errores que nos trajeron hasta aquí.
Como humanidad, estamos pasando por una noche oscura que finalizará quién sabe cuando, pero como aseguran y alientan las antiguas enseñanzas tradicionales: Post Tenebras Lux. Luego de las tinieblas, llega la luz. Después del hierro, viene el oro.