Hay una frase de Charles Baudelaire que siempre viene a cuento cuando hablamos de temas simbólicos. Decía este escritor que “vivimos en un bosque de símbolos”, lo cual significa que el mundo no es solo lo que vemos a simple vista, sino un entramado de símbolos y signos que nos conectan con dimensiones más profundas de la existencia.
En la Filosofía Iniciática se habla de un “Corpus Symbolicum”, del mundo que nos rodea como un espacio sagrado donde cada aspecto de la realidad -cada evento, cada persona, cada accidente- tiene una connotación oculta, un reflejo de verdades superiores que están esperando ser descubiertas. En este sentido, el «Corpus Symbolicum» no es otra cosa que la Escuela de la Vida, un aula universal de aprendizaje donde cada elemento no es casual sino causal.
Como almas encarnadas, es decir como seres espirituales viviendo una experiencia humana, estamos aquí para aprender, crecer y cumplir nuestro propósito.
Por lo tanto, la vida es un enorme bosque de símbolos que necesita ser decodificado. Esta es, en esencia, la misión fundamental de toda escuela de corte iniciático: proporcionar las herramientas y el conocimiento necesarios para trascender la visión profana o literal de la existencia, y acceder a esa información preciosa escondida en la cotidianidad.
Sin embargo, es preciso recordar que todo símbolo revela, comunica, establece un puente entre dos realidades, pero -al mismo tiempo- oculta. Dicho de otro modo: el símbolo es captado y procesado por aquellos que tienen “ojos para ver” y “oídos para escuchar” y esconde, no va a significar nada para aquellos que no estén preparados.
También es bueno recordar que una de las características fundamentales del símbolo es su polisemia, lo cual quiere decir que tiene muchos significados (poli-semia), sugiriendo, evocando, pero nunca definiendo, ya que su entendimiento último está subordinado a nuestra apertura y nivel de conciencia.
Los símbolos “hablan”, liberan su energía-fuerza de forma diferente, dependiendo del nivel del cual son contemplados. Por lo tanto, es bueno saber que todo símbolo posee varios niveles de profundización, que pueden compararse con las capas de una cebolla. Solamente una intuición despierta, puede atravesarlas todas y contemplar su sentido último.
Orígenes habló de tres grados de interpretación: una literal o evidente (que puede vincularse al cuerpo material o “soma”), un segundo nivel moral o ético (relacionado al alma animal o “psiqué”, o sea cómo debemos actuar) y un tercer nivel alegórico (supeditado al Espíritu).
La Cábala, por su parte, habla de cuatro niveles: peshat, remez, derash y sod:
Peshat es el sentido literal, simplista, lo cual se aplica tanto a los textos sagrados como a los eventos de la vida. Lo que pasa y lo que veo es lo que es.
Remez es el sentido alusivo, insinuante, donde hay una intención.
Derash es un sentido más profundo, con una mirada metafísica.
Sod es el sentido secreto o místico, lo cual hace referencia a las implicaciones más profundas del alma en relación con la fuente.
En relación a esto, Max Godet señala que “durante nuestra vida, tenemos la capacidad de cambiar nuestra percepción. Si vamos a ver el mundo siempre de manera literal, nuestra experiencia de vida siempre va a ser -no solamente muy aburrida- sino que nos va a llevar a juzgar todo y a todos de manera muy injusta porque nada es literal”.
Pero más allá del Sod, según reveló Abulafia está el Sod del Sod (”el secreto del secreto”), ya que -según revela Mario Sabán– “los niveles de sod son infinitos porque siempre tenemos una realidad más profunda que no comprendemos y que queremos entender”.
Estos cuatro niveles de la interpretación cabalística se corresponden a los cuatro niveles del alma: Nefesh, Ruaj, Neshamá y Jaiá.
Desde el rosacrucismo podríamos hablar también de varios niveles, entendiendo que el primer grado siempre es lo literal y se interpreta desde lo instintivo-biológico, es decir lo animal: es una amenaza o es una conveniencia. Me da placer o me da dolor. Por lo tanto, estamos hablando del nivel más básico de percepción de atracción y repulsión, donde lo que prima es la supervivencia física y la reacción inmediata a los estímulos externos. Aquí, el símbolo es cosificado, objetivado, sin más profundidad que la satisfacción de mis necesidades primarias. Esta es la percepción que compartimos con el reino animal, donde la interpretación es binaria: peligro o seguridad, alimento o veneno, placer o dolor. En este nivel podemos decir que “La realidad es lo que percibo con mis sentidos”.
El segundo nivel lo asociamos al alma-personalidad, es decir en vinculación a la Psyche, nuestro mundo psicológico. En este punto, el símbolo comienza a adquirir un significado más complejo, relacionado con nuestras emociones, pensamientos y experiencias personales. Ya no se trata solo de sobrevivir, sino de interpretar el mundo a través de la lente de nuestras vivencias y emociones en esta encarnación, en este papel que estamos interpretando en esta vida. Aquí, el símbolo puede despertar en nosotros sentimientos de amor, odio, miedo o esperanza, y su interpretación va a estar teñida por nuestras experiencias pasadas y nuestras expectativas futuras. Es el ámbito donde la narrativa personal y las historias que nos contamos a nosotros mismos juegan un papel crucial en la manera en que percibimos la realidad. En este nivel entendemos que hay causas en los acontecimientos que pueden llegar a detectarse a través de los pensamientos, emociones o de fenómenos explicables. En este nivel decimos que “Hay algo (emociones, pensamientos, intenciones) por detrás de lo que pasa y veo”.
El tercer nivel de interpretación se relaciona con el alma espiritual, alma raíz o -como le llamamos en la Rosacruz- el “alma peregrina” (la Neshamá de la Cábala), donde el símbolo se ve desde una perspectiva más amplia y trascendental en relación a nuestra misión o propósito, ya que -vale la pena recordar- esta es nuestra identidad más profunda. El alma peregrina necesita aprender, experimentar, perfeccionarse, y para ello necesita de sucesivas encarnaciones donde la conciencia se va expandiendo y donde cada cosa tiene su sentido, conectando con otras almas en un mundo animado y lleno de sentido. En el nivel anterior, pusimos el foco en el personaje. Aquí el foco está dado en el actor, que terminada la obra vuelve al camerino y se prepara para interpretar otro papel. En este nivel entendemos que hay causas en los acontecimientos pero no es fácil conocerlas fácilmente ya que se vinculan a vínculos kármicos, vidas pasadas o elementos propios de la misión del alma. En este punto podemos afirmar que “Hay almas actuando y aprendiendo por detrás de lo que pasa y veo”.
Finalmente, el cuarto nivel, correspondiente al “Espíritu” o a la chispa divina, es donde se logra contemplar la realidad toda en función de la Unidad y donde todas las cosas se convierten en una experiencia directa de lo divino. Es el nivel donde la dualidad se va disolviendo y experimentamos la unidad con el universo, donde el símbolo se revela como una manifestación de la verdad suprema. Y aquí podemos decir que “Lo que ocurre es lo que debe ser”.
Este es el sentido, pues, de este “Corpus Symbolicum” donde cada aspecto de la vida es parte de una revelación, entendiendo esta palabra “re-velación” justamente en su sentido etimológico: «revelar», es decir, quitar el velo que oculta la verdadera naturaleza de las cosas. En este contexto, el símbolo actúa como un velo que, al ser descorrido, nos permite vislumbrar las verdades ocultas del universo. Esta «re-velación» es un proceso dinámico y continuo, y aquí bien vale recordar la enseñanza sufí que ya he citado varias veces en este canal. Según ellos, “Allâh tiene 70.000 velos de luz y de tinieblas”. Si se levantaran todos, los resplandores de su Rostro lo quemarían todo, nos enceguecerían. Por eso nuestra labor es, con paciencia, paso a paso, levantar uno a uno esos 70.000 velos para alcanzar la Unidad última.