Todos conocemos la Ecología, es decir esa rama de la biología que estudia las relaciones de los diferentes seres vivos entre sí y con su entorno. La palabra, en su etimología, viene de oikos (casa, hogar) y logos (estudio o tratado), por lo tanto el término “ecología” quiere decir “el estudio del hogar”.
Ecosofía retoma la raíz “oikos” pero ya no habla de un estudio sino de algo más: “sophia” (sabiduría), es decir una forma sabia de habitar el planeta. El término fue acuñado por el filósofo noruego Arne Naess quien hablaba de una filosofía de armonía con la naturaleza o de equilibrio ecológico.
Más allá de los presagios catastrofistas que surgen del estudio del calentamiento global, es cierto que los océanos y los mares están contaminados de forma alarmante por plásticos, plaguicidas, fertilizantes químicos, detergentes, aguas residuales, hidrocarburos y otros objetos. Ni que hablar de la tierra, con decenas de especies que se extinguen año a año como consecuencia directa o indirecta de la actividad humana.
Algunos argumentarán que el hombre ha sido depredador desde sus inicios, pero en verdad el sustento filosófico que ha permitido y excusado este avasallamiento de la Naturaleza puede situarse en la primera mitad del siglo XVII.
Y en ese momento encontramos al inglés Francis Bacon quien habló largamente del dominio de la Naturaleza a través de la Ciencia. Es más: su máxima “La Ciencia es Poder” (Scientia potentia est) marcó el rumbo de la ciencia materialista desde ese momento hasta nuestros días. Una máxima atribuida a Bacon nos habla de sus intenciones: “Es necesario poner a la Naturaleza sobre el potro de tormento para arrancarle sus secretos”.
Las concepciones de Bacon pueden complementarse con las de otro pensador de ese siglo XVII, el francés René Descartes, quien en su obra estableció una diferencia entre la “res extensa” (el mundo material) y la “res cogitans” (la mente humana), determinando de este modo un dualismo radical (el llamado dualismo cartesiano), que considera que existe una separación entre el hombre (o mejor dicho su mente) y el medio circundante.
Dicho de otro modo, si todo aquello que no es “res cogitans” (nuestra mente) debe incluirse en la “res extensa”, entonces los animales, las plantas, los astros, es decir todo lo que Descartes ubica “afuera” está separado del ser humano.
De este modo, con Bacon y Descartes, la Naturaleza pasó a considerarse algo ajeno, algo distinto a nosotros, y por lo tanto -según este pensamiento- tendríamos el derecho a dominarla y a utilizarla como mejor creamos.
Es interesante que algunos afirmen que Bacon y Descartes eran rosacruces, lo cual no es cierto ni existen evidencias de ello. Lo que sí es cierto es que este pensamiento surge en Europa en el mismo momento que se exterioriza el rosacrucismo, por lo tanto conocían bien el impacto cultural que supuso la publicación de los manifiestos rosacruces, tanto la “Fama” como la “Confessio”. Por lo tanto, bien vale aclarar que ni Bacon ni Descartes formaron parte de la Rosacruz.
Con estas ideas puestas sobre la mesa, tenemos las bases ideológicas para la modernidad y todo lo que implicó: el dogma del progreso, el industrialismo, el positivismo, pero sobre todo un antropocentrismo que tomaba como leitmotiv el viejo axioma de los sofistas: “El hombre es la medida de todas las cosas”, el ser humano es el centro.
Con estas ideas tan truculentas se fundamenta todo nuestro mundo moderno. En este contexto surge el capitalismo y luego el socialismo, que aún en la discrepancia ideológica tenían un punto en común: veían (y siguen viendo) a la Naturaleza como una fuente de materias primas, en la ilusión de que los recursos naturales son ilimitados y que el crecimiento puede ser constante e infinito. Pues no, en un planeta finito, no es posible un crecimiento económico continuo.
Como respuesta al modelo cartesiano y a las ideologías de derecha e izquierda que agudizaron ese divorcio radical con la Madre Tierra, a fines del siglo XX y principios de este siglo XXI, aparecieron diversas corrientes de pensamiento que empezaron a hablar de una integración del ser humano con la Naturaleza.
Desde una visión materialista, que lamentablemente es la que aún anima a la mayoría de los científicos, esta fusión estaría dada en la materia. O sea, somos seres formados por materia (átomos) viviendo en un universo material. Y al morir, nuestra materia vuelve a la tierra y ahí termina todo. Los materialistas son muy claros al decir que no somos nada, somos apenas una minúscula motita de polvo en un universo gigantesco y que nuestra vida no solamente no tiene sentido sino que todo lo que nos ocurre es fruto del azar.
La segunda postura, que podríamos llamar espiritualista, y que es -obviamente- la que defiende la filosofía iniciática dice que “no somos nada” pero sin embargo “somos todo”, es decir que estamos íntimamente vinculados con la Naturaleza y somos parte integral de ella, en un universo (en lo microcósmico y lo macrocósmico) lleno de sentido.
En este punto, el eje de la Ecosofía desde una perspectiva iniciática es la antigua concepción del “Anima Mundi”, del Alma del Mundo, y en este sentido es posible establecer una relación entre lo humano, lo divino y lo cósmico. Raimon Panikkar propuso, como contrapartida al antropocentrismo que nos ha traído hasta este momento histórico, el cosmoteandrismo donde se enlazan de forma armónica el Cosmos, Teos (Dios o lo divino) y Andros (lo humano).
Por lo tanto, no se trata de salvar a la Naturaleza sino encontrar nuestro lugar, entender que somos parte de la Naturaleza, que estamos dentro, y por lo tanto no que somos seres separados y divorciados de todo lo que nos rodea.