Como bien sabemos, la rosacruz representa la confluencia de cuatro elementos de la naturaleza en un quinto elemento central representado por la rosa.

Esta concepción quinaria en ocasiones determina una división quinaria de la naturaleza humana, con cuatro niveles más densos y perecederos: la Tierra (la materia, el cuerpo físico), el Agua (la vitalidad, el cuerpo pránico), el Aire (las emociones, el cuerpo emocional) y el Fuego (el pensamiento concreto, la mente de deseos). En ocasiones las correspondencias pueden cambiar y esto se hace patente, por ejemplo, en el tarot donde las copas (elemento agua) se vinculan con lo emocional y las espadas (elemento aire) con el pensamiento. Estas supuestas discrepancias no nos deben preocupar ya que en el plano simbólico existe la polisemia, es decir que los mismos elementos pueden representar diferentes cosas según su contexto.

La lógica de hacer corresponder a los elementos con diferentes niveles de realidad o de dimensiones del ser humano se entiende partiendo desde lo más denso (la tierra) hasta lo más sutil (el fuego).

Existe una representación simbólica que aparece en Occidente de forma repetida y donde se muestra a un ser humano en el centro de los cuatro elementos. En ocasiones el que aparece es Jesús el Cristo, entendido como el iniciado perfecto y que en las antiguas catedrales aparecía como el Cristo Pantocrator em medio de los cuatro evangelistas, los cuales representan, claro que sí, los cuatro elementos, a saber: Mateo, asociado con el hombre o el ángel, simboliza el aire; Marcos, representado por el león, corresponde al fuego; Lucas, con el toro, evoca la tierra; y Juan, con el águila, se vincula al agua.

Esta disposición de los evangelistas, en conjunto con el Pantocrator en el centro, simboliza la armonización del ser humano con las fuerzas elementales del universo. Cristo, como figura central, encarna la capacidad del iniciado para trascender y dominar estos elementos, representando así la unión entre lo divino y lo terrenal, entre el espíritu y la materia.

Esta idea del ser humano como conector entre dos realidades se hace patente en el arcano del mago, el cual conecta lo alto con lo bajo, apuntando con su varita el cielo y con su dedo índice la tierra, y mostrando en una mesa cuadrada sus instrumentos de trabajo que, obviamente, hacen referencia a los cuatro elementos: oros-tierra, copas-aguas, espadas-aire y bastos (o antorchas) fuego.

La cruz, como dijimos, nos habla de la confluencia de los cuatro elementos pero también existen otros símbolos que expresan esto, como el caduceo de Mercurio, donde el poste corresponde al elemento tierra, las alas al aire, las serpientes al fuego y al agua, y dice Chevalier que “no es solamente su reptar lo que las asemeja al movimiento ondulante de las olas y las llamas y las asimila al agua y al fuego: es su propia naturaleza, a la vez ardiente por la mordedura venenosa, y casi líquida por su fluidez, que las convierte a la vez en fuentes de vida y de muerte”.

Sin embargo, es importante destacar que los elementos alquímicos, es decir los elementos de los que se habla en la tradición iniciática, no son los elementos comunes y corrientes. Es decir, la tierra no es la tierra ni el agua es el agua. Por eso los alquimistas hablaban de “nuestro fuego”, “nuestra agua” que no son los elementos vulgares sino “otros” elementos físicamente invisibles, ocultos, mágicos, que operan en un nivel sutil de la realidad.

Según Titus Burckhardt: “Estos elementos no son componentes químicos de las cosas, sino definiciones cualitativas fundamentales de la «materia» en sí, de manera que en vez de decir tierra, agua, aire y fuego, se puede hablar también de la condición sólida, líquida, gaseosa o ígnea de la materia”.

Los elementos se han representado tradicionalmente en la alquimia con cuatro triángulos que representan:

Tierra – se caracteriza por el peso, tiene tendencia descendente. Hablamos de una pesadez absoluta.

Agua – también es pesada, pero, al mismo tiempo, se extiende en sentido horizontal. Tiene una pesadez relativa.

Tierra y Agua son elementos femeninos, receptores, vinculados con la Madre Tierra.

Aire – sube y se expande, tiene una ligereza relativa

Fuego – asciende verticalmente, con una ligereza absoluta

Aire y Fuego son elementos masculinos, dadores, tanto el viento como el fuego insuflan vida y están relacionados con el Padre Cielo.

Los cuatro elementos, desde lo iniciático, determinan cuatro áreas de trabajo más una que se relaciona al quinto elemento: Corporalidad, Vitalidad, Afectividad, Concentración y Espiritualidad.

En otras palabras, hablamos de hábitos físicos, energéticos, emocionales, mentales y espirituales.

Esto se ha expresado a lo largo de los siglos de formas diferentes en relación al alma y sobre esto dice Titus Burckhardt: “La «tierra» del alma es aquel aspecto o inclinación del alma que se hunde en el cuerpo y se adhiere a él. El «fuego» del alma tiene el mismo carácter purificador y regenerador que el fuego externo. El «agua» del alma se adapta a todas las formas; en su naturaleza pura y original (…) Y, por fin, el «aire» del alma, que es libre y móvil, abarca todas las formas del conocimiento”.

Los cuatro elementos de la naturaleza están supeditados a un quinto elemento, la quintaesencia o “proton soma” como le decía Aristóteles, el que hablaba de éste como el primer elemento (no el quinto) entendiendo que era la base de los otros cuatro.

Esta idea es crucial en la Filosofía Iniciática, donde se dice y se repite que no somos un cuerpo que tiene un alma sino justamente al revés, somos un alma que temporalmente se vale de vehículos más densos para interactuar con el plano físico. Esta distinción es fundamental, pues cambia por completo nuestra perspectiva sobre la existencia. El cuerpo físico, entonces, debe ser entendido como un instrumento a través del cual el alma experimenta y aprende, pero no como nuestra identidad esencial.

Esto aparece perfectamente expresado en el árbol de la vida cabalístico, que tiene sus raíces en el cielo y sus ramas en la tierra, dando a entender que el flujo de la energía divina desciende desde las esferas superiores hacia el mundo material, manifestándose en diferentes niveles de conciencia y existencia. Las sefirot, que representan los atributos y caminos de la divinidad, actúan como canales de ese flujo, conectando lo infinito con lo finito, lo espiritual con lo material. Siendo así, el árbol de la vida simboliza la interconexión entre los mundos, mostrando que todo lo que se experimenta en la tierra tiene su origen en lo celestial, y que el ser humano, al ascender por este árbol, tiene la posibilidad de regresar a la fuente.

Y hablando de la Cábala, existe una fuerte relación entre los cuatro elementos y los cuatro mundos del árbol de la vida, y esto lo explica bien Federico González Frías:

El fuego simboliza el principio radiante que es el más alto de todos y en el Árbol de la Vida corresponde a Atsiluth, a lo ontológico, o sea, al Ser y al Espíritu.

El aire, energía gaseosa y sutil, correspondiente a la levedad e inestabilidad de lo emocional, al plano de Beriyah.

El agua, gas condensado, o energía fluídica, es capaz de generar, pero también de corroer. Toda materia es ablandada por el agua, que igualmente siempre encuentra un cauce y que es capaz de adaptarse a la forma que le toque. Corresponde al plano de Yetsirah.

La tierra, que es el receptáculo y a la vez contiene en su seno a los restantes principios, elementos o estados de la materia, es la energía solidificada de esa materia, el summum de su densidad y de sus posibilidades de concreción. Corresponde al plano de Asiyah, a la gran madre, a la última manifestación de la perfección universal.

Como vemos, en este caso la correspondencia de agua y aire también sigue la lógica del tarot.

En el proceso iniciático, el quinto elemento se conquista a la Iniciación o Iluminación, a ese punto donde el alma logra colocarse en un lugar intermedio entre lo material y lo espiritual, haciendo fijo lo volátil y volátil lo fijo, lo cual en ocasiones se expresa como una materialización del espíritu y una espiritualización de la materia.

Como bien dice Burckhardt, “a fin de reconquistar este centro, los componentes contrapuestos de los elementos deben reconciliarse entre sí: el agua debe hacerse ígnea; el fuego, líquido; la tierra, ingrávida, y el aire, sólido. Pero aquí nos salimos del ámbito de los fenómenos físicos para entrar en el campo de la alquimia interior”.

Por lo tanto, la Iniciación surge como consecuencia de una inteligente armonía de los opuestos, la famosa “coincidentia oppositorum”, donde lo alto se conecta con lo bajo y donde la dualidad es trascendida o -como dice Lee Lozowick– la dualidad es iluminada. Esto se entiende como una transición consciente desde la dualidad ordinaria (es decir “percibo dos mundos, uno material, otro espirutual y son irreconciliables”) hasta una dualidad iluminada donde “percibo dos mundos pero tengo la posibilidad de conciliarlos, conectarlos y descubro que en el fondo solamente existe la unidad”.

En esta dualidad iluminada, el iniciado reconoce que los mundos material y espiritual no están separados por un abismo insalvable, sino que son manifestaciones de una misma realidad y que él mismo -como ser espiritual encarnado- es un mediador entre dos mundos.

La Iniciación, entonces, no es una evasión de lo terrenal en favor de lo espiritual, sino un camino hacia la integración, donde ambos aspectos se iluminan mutuamente y se nutren entre sí.