En el Parque del Retiro de Madrid está una de las estatuas más interesantes, simbólicas y controvertidas del mundo: el ángel caído.
Este monumento, obra de Francisco Jareño, se encontraba originalmente, en el Museo Nacional, pero 6 años más tarde (en 1885) fue transportada y exhibida al aire libre, en su actual ubicación.
La obra está inspirada en un verso del libro “El paraíso perdido” de John Milton, donde se dice: “Por su orgullo cae arrojado del cielo con toda su hueste de ángeles rebeldes para no volver a él jamás. Agita en derredor sus miradas, y blasfemo las fija en el empíreo, reflejándose en ellas el dolor más hondo, la consternación más grande, la soberbia más funesta y el odio más obstinado”.
El ángel caído se muestra con sus alas desplegadas y apoyado sobre unas rocas, mientras se contorsiona y una serpiente se enrosca alrededor de su cuerpo.
Un punto interesante es que el monumento está colocado en una altitud topográfica oficial de 666 metros sobre el nivel del mar. Este punto, que sinceramente yo creía que era una leyenda urbana, fue corroborado por el Dr. José Luis Valbuena, topógrafo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en una entrevista realizada por Iker Jiménez hace algunos años atrás.
La estatua a Lucifer ha estado envuelta en muchas polémicas a lo largo de los años. Mientras que grupos fundamentalistas cristianos han propuesto su destrucción, algunos grupos satanistas y luciferinos han convertido este lugar en casi un punto de peregrinación. Sin embargo, a nosotros nos interesa, más que nada, por su valor simbólico. ¿Qué es o quién es Lucifer, este ángel caído? ¿Qué representa?
En rigor de verdad, el nombre “Lucifer” significa «portador de la luz» (de lux, lucis, «luz», y ferre «traer») y esta palabra se usaba para describir al planeta Venus cuando aparece como lucero del alba.
No obstante, su asociación de Lucifer con el mal, y más precisamente con el Diablo o Satanás es simplemente una construcción teológica que comienza con Orígenes, quien interpretó una cita de Isaías para argumentar que Lucifer era un espíritu celestial que cayó del cielo por intentar igualarse a Dios.
¡Qué dice esa cita de Isaías? Leamos: «¿Cómo caíste desde el cielo, estrella brillante, hijo de la aurora?» (Is 14: 12); «mas ¡ay!, has caído en las honduras del abismo, en el lugar adonde van los muertos» (Is 14: 15).
Si observamos el contexto de este pasaje bíblico podríamos suponer que la cita habla, en verdad, del rey de Babilonia, y la referencia a la estrella que cae nos augura la inesperada caída del monarca, quien es descrito de manera metafórica como un astro brillante que pierde su esplendor. En otras palabras, esta interpretación originalmente tenía el objetivo de criticar el orgullo y la caída de un monarca humano que se veía a sí mismo casi como un dios. No obstante, esta metáfora fue adoptada y adaptada en la tradición cristiana para reflejar no solo la caída de un rey terrenal, sino también la caída espiritual de un ser celestial que desafió la autoridad de Dios.
Por lo tanto, Lucifer -tal como lo conocemos- no es otra cosa que una construcción teológica que en los primeros siglos no era compartida por otros doctores de la Iglesia como Cirilo de Alejandría y Eusebio que consideraban que la profecía de Isaías sólo hacía referencia a un rey babilónico.
Como bien dice Gabriel Andrade en su obra “Breve historia de Satanás”: “Hasta la época de la patrística, el nombre de Lucifer no tenía ninguna vinculación con lo satánico. En la Biblia, no hay ningún pasaje que haga referencia al diablo como ángel caído”.
Jeffrey Burton Russell comenta que, mientras el judaísmo “siguió la tradición rabínica de limitar estrictamente el papel del diablo, el cristianismo (tanto el erudito como el popular) desarrolló mucho más el concepto. La tradición cristiana llegó a identificar completamente al diablo y los demonios con las ángeles caídos, alejando cada vez más al diablo de su origen divino y asimilándolo a los demonios, de los que era príncipe. El cristianismo clarificó la naturaleza y las filas de los ángeles buenos y malos, así como la amplitud de sus poderes sobre la naturaleza y la humanidad, y suscitó la pregunta de si tenían cuerpo y, en caso afirmativo, de qué clase. Situó el tiempo de la rebelión de Satán y su subsiguiente caída de la gracia al comienzo del tiempo más que a su fin, y estableció que los motivos de su caída eran la lujuria, el orgullo, la envidia de Adán o la envidia del Señor. El diablo quedaba firmemente identificado tanto a la serpiente del Génesis como a Lucifer”.
A la construcción teológica de Lucifer identificado como el diablo, hay que hacer alusión también a la construcción cultural. Un hito en esta construcción es, sin lugar a dudas, el poema de John Milton “El paraíso Perdido” que -como dije al principio- inspiró al escultor que dio vida a la estatua del Parque del Retiro.
Milton, tomando como fundamento el Libro de los Vigilantes, narra que el Lucifer se rebeló contra Dios y cayó en desgracia, adoptando otro nombre después de su caída: Satanás. Esta obra fue muy influyente en su tiempo y presentó a Lucifer como un héroe rebelde que se atrevió a desafiar la tiranía del Todopoderoso. Esta idea estaba enmarcada dentro del contexto Romanticismo, un movimiento artístico que surgió a finales del siglo XVIII y se extendió durante el siglo XIX. Los románticos valoraban intensamente las emociones, la individualidad, y la contemplación de la naturaleza, pero también se sentían atraídos por temas como el heroísmo trágico y la lucha contra las convenciones y la autoridad.
Impregnado por estas ideas, el abad católico Alphonse Louis Constant (más conocido en los círculos ocultistas como Eliphas Lévi) afirmó en sus obras que “El Lucifer de la Kábala no es un ángel caído y protervo, sino el ángel que ilumina y regenera después de la caída”, argumentando que este ser había sido condenado por un Dios cruel y arbitrario.
Convertido en un símbolo de la revolución y la libertad, en un siglo tan convulsionado como el XIX, es Helena Blavatsky quien lo termina vinculando con el personaje mitológico de Prometeo, quien robó el fuego a los dioses para entregarlo a los hombres. Incluso, en el marco de este movimiento teosófico naciente, Blavatsky llegó a publicar una revista con el transgresor nombre de “Lucifer”.
En este contexto cultural y filosófico, el francés Leo Táxil se empecinó en vincular a Lucifer con la Masonería, publicando -a fines del siglo XIX- una serie de libros donde revelaba ceremonias secretas y prácticas luciferinas en el seno de las logias masónicas. Aunque Táxil luego se desdijo públicamente y anunció que todo había sido una farsa, sus obras siguen siendo de referencia en grupos fundamentalistas cristianos.
Por lo tanto, en el siglo XIX, Lucifer se transformó de un mero adversario teológico en un emblema de iluminación y resistencia contra la opresión.
Años más tarde, Rudolf Steiner habló de Lucifer como un ser espiritual que representa las fuerzas que pueden llevar al ser humano hacia la espiritualización excesiva y el desequilibrio, alejándolo de la realidad material y práctica. Steiner lo describió como el portador de luz, cuya influencia puede llevar al egoísmo y a la ilusión, pero también a la libertad y a la creatividad. El contrapunto de Lucifer es, para Steiner, Ahrimán, el cual representa las fuerzas que encadenan al ser humano al materialismo y la rigidez, impidiendo el desarrollo espiritual.
Frente a este monumento y estas interpretaciones acerca de Lucifer, bien vale hacernos la pregunta: ¿Es Lucifer una entidad o un símbolo? ¿Representa el mal o la libertad?
Este punto nos lleva a considerar de qué manera las figuras mitológicas funcionan en las culturas humanas. Lucifer, entendido como símbolo, como una personificación de conceptos abstractos, es polisémico, es decir, posee múltiples significados que varían según el contexto cultural, histórico y personal en el que se interprete. En otras palabras, Lucifer actúa como un espejo de las complejidades humanas y refleja nuestras propias luchas internas, nuestros deseos más profundos y nuestro perpetuo conflicto entre las fuerzas de la conformidad y las de la innovación. Conservar o progresar. Así, Lucifer trasciende la simple categorización de «bueno» o «malo», y nos invita a reflexionar sobre estas tendencias en nosotros mismos. Es en este sentido que entendemos a este ángel caído.