En la Biblia, Noé aparece en el Génesis como el primer constructor de barcos. Aunque la historia está basada en relatos anteriores como el poema de Gilgamesh, donde Utnapishtim construye un arca para sobrevivir a un diluvio enviado por los dioses, el relato bíblico ha perdurado como uno de los símbolos más potentes del esoterismo occidental.

El arca es símbolo de salvación, de la posibilidad de resguardar lo esencial en medio del caos. Representa la protección de la semilla, de lo esencial, cuando todo lo demás desaparece. Es una matriz, un útero simbólico donde se gesta una regeneración. Desde una lectura alquímica, el arca podría compararse con el “vas hermeticum”, el recipiente cerrado donde ocurre la transmutación de la materia prima. El diluvio, con sus aguas purificadoras, nos recuerda a la etapa de la nigredo, la disolución del viejo mundo, de los elementos impuros. Sin embargo, dentro del arca se preserva la esencia, lo incorruptible, esperando el momento propicio para manifestarse.

El número simbólico de los días de navegación del arca (cuarenta) no es casual: cuarenta días y cuarenta noches de diluvio representan un ciclo de prueba, purificación y transición, presente en múltiples tradiciones. El número cuarenta señala un tiempo suficiente para que lo viejo muera y lo nuevo se prepare para nacer.

Otra aparición de este número asociado con un lapso de tiempo determinado es en el Éxodo donde hay un profundo simbolismo relacionado al proceso del alma. En la salida de Egipto, de Moisés y los judíos rumbo a la Tierra Prometida, encontramos varias etapas simbólicas, y en el Deuteronomio 29:2-4 leemos: “Os he traído cuarenta años en el desierto. […] Vosotros habéis visto todo lo que Jehová ha hecho delante de vuestros ojos, […] las grandes pruebas que vieron vuestros ojos, las señales y las grandes maravillas. Pero hasta hoy Jehová no os ha dado corazón para entender, ni ojos para ver, ni oídos para oír”.

Hay otros ejemplos del número cuarenta en el Antiguo Testamento: los días de Moisés en el Monte Sinaí, los días de Elías peregrinando hasta ese mismo lugar, aunque en el Nuevo Testamento es donde encontramos, quizás, el ejemplo más revelador: los cuarenta días que Jesús el Cristo pasó en el desierto, enfrentando tentaciones y ayunando, justo antes de comenzar su vida pública. También fueron cuarenta los días que transcurrieron entre la resurrección hasta la ascensión.

La montaña, el desierto y el mar son espacios simbólicos, escenarios propicios para generar un cambio de nivel, y por eso estos eventos míticos relacionados al cuarenta se desarrollan en ellos. Son territorios de transición, donde el espacio y el tiempo ordinarios quedan de lado, y el alma queda expuesta al misterio.

Por todo lo dicho antes, queda claro que la cuarentena o el período de cuarenta días en las tradiciones espirituales nos están hablando de espera, de preparación para algo, de pruebas y también de transformación, de transmutación espiritual. Según René Allendy, “este número marca la terminación de un ciclo. Sin embargo, este ciclo debe ir a parar no a una simple repetición, sino a un cambio radical, a un paso a otro orden de acción y de vida”.

Volviendo al arca de Noé, el cristianismo exotérico ha dado varias interpretaciones subordinadas a la salvación en el seno de la Iglesia Católica: “Fuera del arca de Noé, a la hora del diluvio, nadie se salvó; del mismo modo, fuera de la Iglesia nadie se salva” o bien trazando una comparación entre el arca y el Cristo, observando en la “madera salvadora” una imagen de la cruz del Gólgota.

San Agustín fue más allá y afirmó que las dimensiones del arca corresponden a las del cuerpo humano, relacionándolo así con la encarnación de Cristo y con su Cuerpo místico, y leemos en su obra “La Ciudad de Dios”: “Las medidas de su longitud, altura y anchura son un símbolo del cuerpo humano, en cuya realidad vino a los hombres, como había sido predicho. En efecto, la longitud del cuerpo humano desde la coronilla a los pies es seis veces tanta como la anchura que hay desde un costado al otro, y diez veces tanta como la altura, que se mide en el costado desde la espalda al vientre. Así, si mides a un hombre tendido boca abajo o boca arriba, es seis veces más largo desde la cabeza a los pies que ancho de derecha a izquierda o de izquierda a derecha y diez veces más que alto desde el suelo. Por eso el arca se hizo de trescientos codos de larga, cincuenta de ancha y treinta de alta. La puerta abierta en un costado del arca significa, indudablemente, la herida que la lanza abrió al atravesar el costado del Crucificado. Los que vienen a El entran por ella, porque de ella manaron los sacramentos, con los que son iniciados los creyentes. El mandar construirla de maderos cuadrados significa la vida plenamente estable de los santos, porque lo cuadrado, a cualquier parte que lo vuelvas, siempre queda firme. En una palabra, todas las cosas que se hacen notar en la estructura del arca son signos de realidades futuras en la Iglesia”.

En la Masonería, la figura de Noé fue adoptada entre sus mitos fundacionales. De hecho, los viejos documentos masónicos presentan a Noé como antepasado de los masones y guardián de los secretos antediluvianos. Las Constituciones de Anderson (1723), un texto clave para entender a la masonería moderna, narran una legendaria historia en la cual “Noé, el noveno descendiente de Seth, recibió de Dios la orden de construir la inmensa arca” según las reglas de la geometría sagrada, y que él “y sus tres hijos, Jafet, Sem y Cam, fueron verdaderos masones que, después del diluvio, conservaron las tradiciones y artes de los antediluvianos”. Según este relato mítico, la familia de Noé transmitió el conocimiento primordial tras la catástrofe, evitando que éste se perdiera.

En este contexto, la masonería se autodefine como heredera de una “tradición noaquita” de carácter universal. El término Noachida (o Noaquita) aparece en fuentes masónicas clásicas para designar a los masones como “hijos de Noé”, es decir, depositarios de la religión natural y universal que habría profesado Noé después del Diluvio. El mismo Anderson, en la edición de 1738 de sus Constituciones, afirma que “‘noaquita’ era el primer nombre de los masones, según algunas viejas tradiciones”. Con ello sugería que la masonería sería una continuación transformada de la antigua “Orden de Noé” que habría existido posteriormente al diluvio.

En el siglo XVIII, cuando se crearon los altos grados masónicos, Noé y su historia inspiraron ritos específicos. Por ejemplo, surgió el grado del “Arca Real de Noé” o Royal Ark Mariner, que recrea la entrada de Noé, Sem, Cam y Jafet al arca y la preservación de la “semilla de la vida” durante el Diluvio. También en el Rito Escocés Antiguo y Aceptado se incluyó un grado llamado “Patriarca Noaquita” (21º grado, conocido asimismo como Caballero Prusiano), que Alberto Moreno Moreno en su obra “Origen de los grados masónicos” data en el año 1766 en vinculación a la “Muy Antigua Orden de los Noaquitas” y comenta: “Aunque en la Masonería se estaba imponiendo la leyenda de Hiram Abiff, la figura de Noé todavía contaba con mucho predicamento, y esta Orden planteó la Masonería en torno a él y a su descendiente Peleg, quien construiría la torre de Babel”.

Este mismo autor español es quien incluye en otra de sus obras (”Iniciación mística y ritual masónico”) este diálogo ritual del grado de Heredom de Kilwinning:

“El diálogo transcurre entre el Tirshatha que preside la asamblea y el Segundo Gran Guarda.

Tirshatha: Venerable Segundo Gran Guarda (el S.G.G. se levanta y saluda), ¿cuál fue el primer edificio erigido bajo dirección divina?
S.G.G.: El Arca de Noé.

Tirshatha: ¿Con qué fin fue construida?

S.G.G.: Para salvar a los elegidos del Diluvio.

Tirshatha: ¿Cuántas personas fueron salvadas?

SS.G.G.: Ocho, cuatro hombres y cuatro mujeres.

Tirshatha: Nombrad a los hombres.

S.G.G. Noé, Jafet, Sem y Ham, todos auténticos masones”.

Más allá de la exclusión de las mujeres en este diálogo (ni siquiera se citan sus nombres), queda claro que el mito noaquita y el símbolo del arca fue muy relevante para la masonería primitiva, aunque es bien cierto que posteriormente la tradición hiramita (centrada en la figura de Hiram Abiff) y la construcción de catedrales “en tierra” eclipsó a Noé y su linaje antediluviano.

Aún así, el arca de Noé sigue siendo relevante en algunos grados y ritos. Por ejemplo, en el Rito de York se hace referencia a tres arcas: en primer lugar, el arca de la seguridad o arca de Noé; segundo, el arca de la alianza, o arca de Moisés; y tercero, el arca sustituta, o arca de Zorobabel. Cada una de ellas representa un momento crucial en la historia espiritual del pueblo hebreo: la primera como refugio divino en medio del caos, la segunda como sede de la presencia de Dios y testimonio de la Ley, y la tercera como recuerdo del legado sagrado en tiempos de reconstrucción.

Hay muchos símbolos complementarios al arca de Noé: la paloma con la rama de olivo, el arco iris, la montaña de descanso, el cuervo, etc., pero meternos en ellos nos desviaría mucho del propósito del presente artículo.