Decía Krishnamurti: “Ustedes y yo podemos ver qué es lo que engendra las guerras, y si nos interesa atajarlas, podemos empezar a transformarnos a nosotros mismos, que somos los causantes de la guerra”.
Una nueva guerra, un nuevo conflicto. En este caso israelíes contra palestinos. A menudo, la tendencia es tomar partido rápidamente, etiquetando a unos como los buenos y a otros como los malos. Sin embargo, es crucial profundizar en la comprensión de las raíces de estos conflictos.
Ya hemos abordado el tema de las guerras en este canal, especialmente durante el inicio de la guerra de Ucrania, donde discutimos el concepto de los egrégores. Pero el fenómeno bélico es, en realidad, mucho más complejo. Aunque podríamos simplificarlo y verlo como una mera guerra económica, impulsada por un poderoso lobby armamentístico que busca vender su mercancía, esta perspectiva omite factores cruciales. Las armas, en este contexto, no son la causa, sino la consecuencia.
La guerra en Israel, así como los conflictos en Ucrania, Yemen, Taiwán, Etiopía, Sudán, y muchos otros, son todos consecuencia de una serie de causas y condiciones previas. Estas incluyen factores políticos, económicos, sociales y culturales, pero también, y quizás lo más importante, factores espirituales y metafísicos.
Es importante recordar que todo lo que experimentamos en nuestra vida individual, en lo micro, como también en lo colectivo, lo macro, es un resultado. Dicho de otro modo: cada evento en nuestra vida es el resultado de una serie de causas y condiciones previas. A veces, estas causas son claras y directas, pero en otras ocasiones pueden ser múltiples, complejas o incluso desconocidas. Es fundamental reconocer que, aunque no siempre podamos trazar una línea directa entre una causa y su efecto, existe una conexión inherente entre lo que sucede en nuestras vidas y las acciones o eventos que lo precedieron. En esta vida y en existencias previas.
Krishnamurti, que citábamos al principio, aseguró que “La guerra es la proyección espectacular y sangrienta de nuestra conducta diaria”, subrayando que la guerra es simplemente la manifestación externa de nuestra condición interna. Las raíces de los conflictos armados se encuentran en el egoísmo, la ambición, el deseo de poder, y en la ilusión de la separatividad: la idea de “lo mío” frente a “lo tuyo”, de “nosotros” contra “ellos”.
Esta separatividad se refleja en el mapamundi pintado de colorcitos, una ilusión porfiada que hemos construido y de la que nos hemos convencido. Sin embargo, el planeta no es esto sino que es un espacio interconectado, donde toda independencia es una ilusión de la mente. Cada acción que realizamos tiene repercusiones que van más allá de nuestro entorno inmediato, afectando a comunidades y ecosistemas a lo largo y ancho del planeta. Reconocer esta interconexión es vital para comprender que nuestras decisiones y comportamientos tienen un impacto global, y que la verdadera sostenibilidad y paz solo pueden lograrse a través de la colaboración y la responsabilidad compartida. La Tierra no es un puzzle colorido y fraccionado sino un ser vivo (Gaia), un hogar donde vivimos, respiramos y donde compartimos la existencia con otros seres vivos, con otras líneas evolutivas que siempre pasan a segundo plano cuando acontecen las guerras.
La ley de causa y efecto también está vinculada a otro principio muy conocido por las tradiciones esotéricas: la creación, la confirmación de que todo lo material tiene su origen en lo inmaterial, o bien que todo lo visible tiene su causa en lo invisible, siempre.
Todo resultado tangible de la acción humana tiene su origen en el pensamiento, ya sea individual o colectivo. Por lo tanto, es vital reconocer que cada pensamiento tiene un impacto en el mundo material. La guerra y la paz, ambas comienzan en la mente, alimentadas por las energías del miedo y del amor, respectivamente.
La energía del miedo es la que alimenta la violencia, el odio y la separación. Cuando permitimos que el miedo gobierne nuestras mentes, nos cerramos a los demás, vemos amenazas donde no las hay y actuamos de maneras que perpetúan el conflicto y la división. Por otro lado, la energía del amor nos abre a la compasión, la empatía y la conexión. Cuando elegimos el amor sobre el miedo, somos capaces de ver más allá de nuestras diferencias, encontrar un propósito común y trabajar juntos hacia soluciones pacíficas y constructivas, es decir un mundo nuevo y mejor.
Por todo esto, por detrás de este tinglado de intereses económicos, de egoísmos nacionales, de nacionalismos y de odios que se van perpetuando, tenemos que entender que la paz, la verdadera paz, solamente puede surgir desde el Amor y del entendimiento profundo de que todos somos uno, de que somos Hermanos, seres espirituales viviendo una aventura material.
Mientras no se entienda esta idea, mientras no se la comprenda, mientras no se la enseñe en los colegios y salga en los titulares de los periódicos, seguiremos alimentando la separatividad, los conflictos y perpetuando este ciclo de violencia y despropósito.