En las nevadas cumbres de los Himalayas, los tibetanos utilizan asiduamente banderas de oración para que sus bendiciones vuelen impulsadas por los vientos y alcancen los rincones más recónditos del planeta.

En verdad, toda bandera es –antes que nada– un emblema, un objeto visible que identifica a una idea o un colectivo, y como parte de un egrégor tiene como objetivo brindar cohesión a un conjunto de personas, suministrándoles un eje simbólico, un punto focal que los fortalezca como grupo y al mismo tiempo les sirva como protección.

En la tradición esotérica, especialmente en la Rosacruz Iniciática tenemos -además de nuestro conocido emblema formado por una cruz dorada y una rosa eglantina de cinco pétalos- una bandera. Una bandera especial, de color rojo sangre y que se llama tradicionalmente “oriflama”.

El nombre “Oriflama” está asociado al oro y al fuego: Aurea Flamma (“bandera dorada”) y su color sanguíneo conforma un símbolo tripartito que reúne en una sola imagen tres elementos simbólicos potentes: el Oro, la Sangre y el Fuego.

En la historia conocida, este estandarte fue popularizado por los antiguos reyes de Francia y constituía un objeto sagrado. Se dice que el monarca franco Dagoberto (aunque algunos atribuyen su origen al emperador romano Constantino) lo entregó a la Abadía de Saint-Denis, panteón de los reyes franceses. El monarca lo izaba en situaciones críticas como símbolo de lucha sin tregua hasta la muerte. Se cree que, desplegado y ondeando al viento, ejercía un efecto decisivo, desmoralizando al enemigo y elevando la moral de las tropas galas.

Las puntas de esta bandera, las flammes o llamas, al ser agitadas por el viento daban la impresión de que eran lenguas de fuego crepitando.

Desde lo simbólico, las cuatro puntas de la oriflama se vinculan con los cuatro elementos: Tierra, Agua, Aire y Fuego mientras que su cuerpo representa el quinto elemento, el que -según los antiguos- no era el quinto sino el primero (”proton soma” según Aristóteles) ya que se consideraba el fundamento de los otros cuatro.

Desde lo egregórico, la oriflama logra conecta a la tradición rosacruz con la tradición caballeresca y puntualmente con un concepto capital: la guerra interior, la cual se resume en el enunciado: “Si quieres la Paz, prepárate para la Guerra” (”Si vis Pacem, Para Bellum), lo cual -desde perspectiva espiritual- se traduce como “Si quieres la Paz (interna), prepárate para la Guerra (interna)”.

Esta idea no es nueva sino que la manejó el mismo Dante Alighieri en el Canto XXI de su Divina Comedia, cuando describe a la Divina Madre, la Virgen María, sentada en lo alto de la Rosa del Empíreo como una “pacifica oriafiamma”, una oriflama de paz, entendiendo que la verdadera batalla se libra en el corazón y la mente de cada individuo. La guerra interna simboliza el enfrentamiento con las propias sombras, miedos y debilidades, para alcanzar una paz profunda y duradera.

Recordemos que el Empíreo, en el relato de Dante, es el lugar más alto, una región que está más allá de la existencia física, la morada de Dios. Y en ese lugar contempla una rosa enorme en la cual está, en la grada más alta, María como el símbolo de la paz más profunda que podamos imaginar, la pacifica orifiamma.

Por todo esto, aunque su diseño es bien sencillo, la Oriflama nos habla de muchas cosas. En primer lugar, nos recuerda las cuatro grandes batallas que debemos librar, los cuatro frentes de nuestra conflagración interna, los dominios de los cuatro dragones de los elementos: el basilisco (Tierra), la serpiente escamosa (Agua), el dragón alado (Aire) y la bestia de fuego (Fuego).

Además, con su vinculación al oro, a la sangre y al fuego, nos habla de una necesaria purificación (el fuego), de una nobleza del espíritu (el oro) y del sacrificio necesario (la sangre) para salir victoriosos de nuestra guerra interior. Estos tres elementos (oro, sangre y fuego), no solo representan los materiales con los que está hecha la oriflama, sino también las cualidades que debemos cultivar para convertirnos en guerreros de la luz y, de este modo, alcanzar nuestra propia paz interior.