Aproximadamente desde el siglo XV, los papas católicos portan un anillo especial de oro llamado “del pescador” con el que sellan los breves y con el que se representa de forma tangible la cadena de sucesión pontificial romana que se remontaría a Pedro.

Cuando la muerte del papa ha sido completamente verificada por el cardenal camerlengo (apoyando sus dedos sobre la arteria carótida), éste procede a pronunciar tres veces el nombre del finado y a quitarle el anillo, el cual es destruido para que con sus restos (“solve et coagula”) sea confeccionado el de su sucesor.

El anillo se denomina “del pescador” porque tiene una imagen del apóstol Pedro, que -según cuenta el Evangelio- pasó de ser un “pescador de peces” a un “pescador de hombres” (Mateo 4:18-20) para finalmente convertirse en la “piedra” en la cual sería edificada la iglesia. 

Según parece, los primeros papas empleaban para firmar los breves un sencillo anillo de plomo, pero en una carta de Clemente IV a uno de sus familiares (1265) podemos hallar evidencias de que existía un «annulo piscatoris» con la efigie de Pedro, aunque éste era utilizado solamente para asuntos personales. Tiempo más tarde, con Calixto III y Paulo II el anillo comenzó a ser utilizado para sellar la documentación pontificia «bajo el anillo del pescador» («sub annulo piscatoris»).

La continuidad del anillo se rompió en el año 1809, cuando las tropas napoleónicas ocuparon Roma. En ese momento, el general Radet le exigió al Pío VII que le entregara el anillo y éste, que primeramente se negó, finalmente tuvo que hacerlo, aunque desfigurando completamente la imagen de Pedro. Después de este evento, el papa mando grabar en otro anillo con las imágenes de Pedro y Pablo la inscripción: “Pro annulo piscatoris. Pius Papa VII”.

El llamado “conflicto del Anillo” entre Francia y la Santa Sede se cerró cinco años más tarde, despues de la derrota de Napoléon, cuando el rey Luis XVIII terminó devolviendo al Papa el anillo, a través del cardenal Bartolomeo Pacca.

Otro acontecimiento relacionado con el anillo se produjo después de la muerte de Alejandro VI, el papa de la Casa de los Borgia. Luego que su cuerpo fue ataviado con su indumentaria de gala, el camerlango buscó el anillo para destruirlo pero éste había desaparecido, por lo cual el siguiente pontífice (Pío III, que reinó solamente 27 días) tuvo que mandar confeccionar uno nuevo.

Como se dijo en un video anterior, más precisamente en el episodio 130 de esta Aula Abierta, todo anillo puede considerarse el eslabón visible de una cadena invisible, en este caso de una sucesión que -de acuerdo a la Iglesia Católica- se remontaría a Pedro y que representa la transmisión de una autoridad espiritual.

Durante el medioevo, los monarcas europeos adoptaron la costumbre de besar el anillo papal con el sentido de vincularse (el beso simboliza la unión entre dos partes) con esta cadena y, por ende, con Pedro y -a través de este- con el propio Cristo. Este intento por vincularse con “algo” distante en el tiempo y en el espacio a través de objetos físicos y palpables se hace patente en la adoración de las reliquias, donde éstas actúan como un puente para lo sagrado.

Que el anillo sea de oro no es casual. Desde una perspectiva simbólica, el oro representa el sol, la luz espiritual y celeste, mientras que la plata se vincula con la luna y con una luz más cercana a lo terrenal. En otras palabras, así como el Sol es la representación más perfecta de la divinidad en el cielo (pues nos brinda Luz, Vida y Calor), asimismo el oro puede considerarse la representación más fiel del Sol en la tierra. Y más aún: el oro (el metal más noble) significa la coagulación, materialización o petrificación del astro-rey.

Según Antonio Medrano: “El oro representa la incorruptibilidad, la majestad y la pureza integral, la plenitud irradiante del Espíritu. El más noble de los metales, considerado analógicamente como materialización o coagulación mineral de la luz del sol, es el símbolo por excelencia de la nobleza espiritual, de la integridad primordial, de la condición olímpica, del ser regio y solar” .

Con la renuncia de Benedicto XVI, el anillo del pescador no pudo ser destruido y el nuevo papa Francisco tuvo que mandar confeccionar uno nuevo.

Lo interesante del caso es que Francisco decidió cambiar la tradición y, en lugar de un anillo de oro, mandó diseñar uno de plata suplantando la efigie de Pedro con sus redes por una simple cruz.

Obviamente, este es un acto simbólico (uno de los tantos del nuevo papa) donde se optó romper con una costumbre ancestral y cambiar el oro -que representa la luz espiritual «directa» y vivificante proviente del sol- por la plata -que alude a una luz «indirecta» y lunar.

Algunos han creído ver en esta decisión una alusión velada al país de origen del sumo pontífice dado que la plata es sinónimo de “argentum”, vocablo derivado del sánscrito y que significa “blanco y brillante”. Otros interpretan que el papa (que demuestra ser un conocedor del simbolismo) al elegir la plata (es decir, la luna) busca un acercamiento a lo terrenal y a la purificación blanca que brinda la luz lunar. Como bien señala Chevalier, la plata “es la luz pura, tal como es recibida y devuelta por la transparencia del cristal, en la limpidez del agua, los reflejos del espejo, el destello del diamante; se asemeja a la nitidez de conciencia, a la pureza de intención, a la franqueza, a la rectitud de acción, y reclama la fidelidad que se desprende de ello”.

Sin embargo, el sumo pontífice -al elegir lo lunar- está dejando de lado el simbolismo solar, por ignorancia o a propósito. Sería muy extraño que -por más alejado de la tradición que esté el papa- desconozca el simbolismo fundamental de Occidente, es decir las correspondencias básicas de la Luna y el Sol.

Lo que sí queda claro es que al elegir tanto su nombre Francisco (en alusión a Francisco de Asís) como sus símbolos, entre ellos el anillo plateado, el papa está intentando mandar un mensaje a un mundo confuso, donde la ética atemporal ha dejado paso a lo “políticamente correcto” y en el seno de una sociedad de espaldas a toda trascendencia y que ha matado al símbolo. ¿Cuál sería este mensaje? Es muy pronto para saberlo, pero quizás, al ejecutar ese acto simbólico de «cambiar el anillo» el papa esté intentando confesar públicamente (a aquellos que tengan ojos para ver y oídos para oír) que el vínculo se ha roto y que la Gnosis se ha extraviado, por lo cual es un buen momento para «volver a empezar». 

La pregunta es si este papa, que ha cumplido 10 años como sumo pontífice -en este intento por «volver a empezar»- tiene intenciones de reestablecer un vínculo con la Fuente Primordial, recuperando el sentido tradicional del símbolo (como hizo Benedicto XVI con la misa tridentina) o si simplemente prefiere ocuparse del mundo sublunar, es decir de este plano terrenal, dinamitando el puente con lo más alto y edificando una nueva iglesia que -en un afán por ocultar los errores pasados- terminará ignorando (otra vez) su propósito existencial.