Cuando nacemos, el alma encarna, es decir “toma carne”, o sea que adopta vehículos más densos para manifestarse: un cuerpo físico para moverse, un cuerpo pránico que distribuya la energía vital, un cuerpo emocional que sirva de asiento de sus emociones y una mente de deseos que le permita gestionar los pensamientos de supervivencia, a fin de que toda esta constitución corpórea siga viva.

Aquí bien vale aclarar a qué nos referimos cuando hablamos de “alma”. Siempre decimos que somos seres de dos mundos y que el alma es la mediadora entre esos dos mundos, entre lo material y lo inmaterial, entre lo físico y lo metafísico, en otras palabras entre lo mortal y lo inmortal. Al estar en ese espacio intermedio, el alma posee dos partes bien diferenciadas: una mortal y otra inmortal.

El alma inmortal, que también llamamos alma espiritual es la que viaja de mundo en mundo, de vida en vida, encarnando una y otra vez para vivir diferentes experiencias vitales y por eso le decimos “alma peregrina”. La palabra “peregrino” (o en este caso peregrina) significa en su etimología “extranjero” y perfectamente se aplica al alma, que tiene que viajar una y otra vez, por doquier, de lugar en lugar, aunque no es de ninguno de esos lugares.

Esta alma peregrina es la que podemos considerar nuestra identidad trascendente.

Sin embargo, y como ya dijimos antes, al encarnar, esta alma necesita de otros vehículos para poder interactuar con el plano denso. Y, en este sentido, el vehículo emocional y el vehículo mental (o mente de deseos) pueden ser consideradas el Alma-personalidad, mientras que el cuerpo físico y su vitalidad son la careta, la parte más visible de todo nuestro ser.

Para poder vivir en el mundo, interactuar con él y vivir toda clase de experiencias, el ser humano crea un personaje, con una parte externa bien visible (el color de la piel, la constitución, incluso podríamos agregar otros aspectos como la ropa, la indumentaria, los tatuajes, las decoraciones, etc.). Esa es la parte que mostramos a los demás, nuestra cáscara, la parte externa de nuestra máscara.

Pero este personaje también tiene una forma de ser, con pensamientos y emociones, con sus miedos, sus creencias, con una forma de hablar que exterioriza sus ideas y hasta sus sentimientos. Esta parte interna de la máscara es la que llamamos EGO y está supeditada al vehículo emocional y la mente de deseos y también con eso que hemos llamado “Alma personalidad”.

Ahora sí, analicemos el símbolo de la máscara. Toda máscara tiene una parte interior, la que todos ven, una parte interior, la que toca nuestra cara (y que los demás no ven), pero toda máscara sería inútil si no existiera un rostro, nuestro verdadero rostro, el cual podríamos relacionar con el alma espiritual. Tres partes bien claras y diferenciadas.

Entonces hablamos del Ego como un personaje que hemos creado para vivir en sociedad, que es acorde a los valores que nos han inculcado, a lo que nos han enseñado y a las tendencias. Aquí entran nuestros gustos, nuestras aficiones, nuestra nacionalidad, los roles que adoptamos (padre de familia, hijo, amigo, perteneciente a un club, a un grupo). Todo ello conforma una coraza, una careta que nos brinda un sentido de identidad y con el que nos sentimos identificados.

Por lo tanto, de acuerdo con esto, llegamos a la conclusión de que somos tal persona y que somos un individuo (que viene de indiviso, indivisible), una entidad independiente, separada de las demás y emancipada del entorno. De este modo se establecen diferentes dicotomías: lo mío y lo ajeno, adentro y afuera, mi familia, mi clan, mi tribu, mi nación, mi raza, en definitiva los míos y los otros, los extraños. Esto es la base de la separatividad y la clave para entender muchos de los problemas que aquejan (y que vienen aquejando desde hace siglos) a la humanidad.

En palabras de Ram Das: “El ego no es lo que eres realmente. El ego es la imagen que reflejas, tu máscara social, el rol que desempeñas. Esa máscara social prospera con la aprobación. Quiere el control y se mantiene en el poder porque se alimenta del miedo”.

En rigor de verdad, el Ego no es malo en sí mismo porque nos permite interactuar con el

plano material. Lo malo es cuando identificamos a ese Ego con nuestro Yo, es decir cuando decimos: Yo soy Juan Pérez, con mis emociones, mis pensamientos, mi apariencia, mis entretenimientos, mis aficiones, mi profesión, mi familia… y nada más.

Ahí el Ego se convierte en un “falso yo” creado por la mente, olvidando completamente e incluso ignorando que nuestra identidad (es decir, nuestro verdadero Yo) es algo más profundo. Las corrientes tradicionales son claras en este punto y enseñan que ese Ego siempre debe estar subordinado al otro Yo, al Ser.

El Ego, por lo tanto, debe ser siervo y no amo. Recalco este punto porque en él se resume gran parte de las enseñanzas iniciáticas.

En este sentido, el sendero iniciático no es otra cosa que un cambio de eje, es decir que nuestra vida, que siempre había estado en función del ego pasa a orientarse hacia el ser, hasta que en un momento cumbre, en una instancia que conocemos como Iniciación o Iluminación este Ser, este Yo profundo o superior toma el control. Hasta ese momento, y a lo largo del sendero, hay una pulseada, un tira y afloje entre estas dos fuerzas que residen en nuestro interior.

Por eso hablamos de “salir del Ego” y renunciar de buena gana a todo aquello que nos hace daño, todas las cosas que agudizan nuestro olvido de lo esencial, esas cosas que aceptamos gustosos porque –en cierta forma– nos definen. Nos apegamos a nuestros defectos y a partir de ellos construimos una fachada ante los demás con la que nos hemos encariñado. Por eso no es fácil dejarlos ir. ¿Qué seríamos sin ellos?

En este punto, en este hito que hemos llamado Iniciación (la verdadera iniciación), el Ego termina subordinándose y aceptando su rol de sirviente y no de amo. La lucha con el dragón que aparece en los mitos de todo el mundo nos están hablando de este combate que concluye con la muerte del dragón, y a veces se oye decir que al Ego también hay que matarlo. Pues no, sin el Ego no podríamos sobrevivir en este plano y por eso la aniquilación del dragón debe entenderse desde lo simbólico, no desde lo literal.

Las escuelas esotéricas, órdenes iniciáticas y hasta las religiones buscan purificar el Alma y disciplinar al Ego. En nuestra Orden hablamos de las cuatro C discipulares que perfectamente pueden ser enfocadas al Ego: compromiso, coherencia, confianza y constancia, para que finalmente éste se termine poniendo al servicio de algo más alto.

Mientras el Ego sea un escollo para ser lo que verdaderamente somos, mientras adopte el rol de conductor de nuestra vida, nuestra vida pasará lejos del centro, del eje, de lo esencial, y en este caso solamente nos queda seguir ese consejo de los sabios del pasado: rectificar. Rectificar el rumbo, dar un giro, experimentar la Metanoia. Dejar de enfocar nuestra mirada en el barro y levantar los ojos al cielo. De eso se trata.