Una de las cosas más preocupantes de nuestros tiempos modernos es la situación crítica en la que se encuentran todas las organizaciones humanas, tanto las profanas como las sagradas.
Por doquier, vemos escuelas, órdenes, fraternidades y grupos que –en lugar que colocarse en franca oposición a la desintegración que ha supuesto la edad de hierro o kali yuga– se han terminado rindiendo a los cánones profanos olvidado casi por completo su propósito más alto. A veces es peor, la enseñanza trascendente pasa a un segundo plano y en su lugar se construye una fraternidad descafeínada, que es más una forma de sociabilidad mundana que una conexión de almas, de peregrinos deseosos por emprender la senda más noble de todas.
Hay un hermoso cuento de Anthony de Mello que nos habla de esto.
“En un determinado lugar de una accidentada costa, donde eran frecuentes los naufragios, había una pequeña y destartalada estación de salvamento que constaba de una simple cabaña y un humilde barco. Pero las pocas personas que la atendían lo hacían con verdadera dedicación, vigilando constantemente el mar e internándose en él intrépidamente, sin preocuparse de su propia seguridad, si tenían la más ligera sospecha de que en alguna parte había un naufragio. De ese modo salvaron muchas vidas y se hizo famosa la estación.
Y a medida que crecía dicha fama, creció también el deseo, por parte de los habitantes de las cercanías, de que se les asociara a ellos con tan excelente labor. Para lo cual se mostraron generosos a la hora de ofrecer su tiempo y su dinero, de manera que se amplió la plantilla de socorristas, se compraron nuevos barcos y se adiestró a nuevas tripulaciones. También la cabaña fue sustituida por un confortable edificio capaz de satisfacer adecuadamente las necesidades de los que habían sido salvados del mar y, naturalmente, como los naufragios no se producen todos los días, se convirtió en un popular lugar de encuentro, en una especie de club local. Con el paso del tiempo, la vida social se hizo tan intensa que se perdió casi todo el interés por el salvamento, aunque, eso sí, todo el mundo ostentaba orgullosamente las insignias con el lema de la estación. Pero, de hecho, cuando alguien era rescatado del mar, siempre podía detectarse el fastidio, porque los náufragos solían estar sucios y enfermos y ensuciaban la moqueta y los muebles.
Las actividades sociales del club pronto se hicieron tan numerosas, y las actividades de salvamento tan escasas, que en una reunión del club se produjo un enfrentamiento con algunos miembros que insistían en recuperar la finalidad y la actividad originarias. Se procedió a una votación, y aquellos alborotadores, que demostraron ser minoría, fueron invitados a abandonar el club y crear otro por su cuenta.
Y esto fue justamente lo que hicieron: crear otra estación en la misma costa, un poco más allá, en la que demostraron tal desinterés de sí mismos y tal valentía que se hicieron famosos por su heroísmo. Con lo cual creció el número de sus miembros, se reconstruyó la cabaña… y acabó apagándose su idealismo. Si, por casualidad, visita usted hoy aquella zona, se encontrará con una serie de clubs selectos a lo largo de la costa, cada uno de los cuales se siente orgulloso, y con razón, de sus orígenes y de su tradición. Todavía siguen produciéndose naufragios en la zona, pero a nadie parecen preocuparle demasiado”.
Este cuento de Anthony de Mello ejemplifica a la perfección el tema de este artículo: la pérdida de sentido, el desvío de lo esencial para focalizarse en lo espúrio, en una versión desdibujada del propósito original.
Tenemos que reencontrar el sentido, no solamente a nivel individual sino comunitario y fundamentalmente en nuestras organizaciones. Descubrir que es necesario hacer un alto en el camino y preguntarnos: ¿Hacia donde nos dirigimos? ¿De qué manera estamos aportando valor para salir de este pozo en el que nos encontramos?
Las órdenes iniciáticas tienen un deber, un compromiso, un propósito: brindar herramientas adecuadas para la trascendencia, para ayudar a sus miembros a que recuerden su verdadera identidad y para abandonar todo egoísmo a fin de que la comunidad toda reencuentre también su propósito.
Las órdenes iniciáticas no tienen que buscar nada fuera de ellas sino redescubrir su propia tradición, sacar del cajón y desempolvar las viejas herramientas que todos los miembros conocen pero que pocos utilizan.
Las órdenes iniciáticas deben dejar de colaborar con los amos de la caverna, con aquellas fuerzas que –por oscuras conveniencias– prefieren que sigamos durmiendo y roncando a pata suelta. Las órdenes iniciáticas deben formar parte de la resistencia, a fin de participar en la revolución más digna de todas: la revolución de la conciencia.