En un diálogo de la conocida serie “Breaking Bad” (1×03), el protagonista dice: “No somos más que química”.
Ese es, justamente, el enunciado dogmático que trata de colarnos el cientificismo materialista, reduciendo al hombre a una máquina, una estructura biológica sin más profundidad que la de sus componentes atómicos y moleculares. Desde esta perspectiva, nuestros pensamientos, emociones, y sueños no serían más que el resultado de reacciones químicas y procesos físicos, despojando a la experiencia humana de cualquier significado trascendental o espiritual.
Este enfoque materialista ignora la riqueza de la experiencia humana y la complejidad de nuestra existencia. La creatividad, el amor, la belleza, la ética, y la búsqueda de significado van más allá de lo que puede explicarse simplemente en términos de interacciones químicas y físicas. Aceptar esta visión como la única realidad es pasar por alto la dimensión más profunda de lo que significa ser humano.
Para ilustrar lo absurdo de este reduccionismo materialista, imaginemos un mundo en el que todo se valorara únicamente en términos de su composición química. En este mundo, un cuadro de Van Gogh, con su vibrante paleta de colores y sus pinceladas cargadas de emoción, sería visto no como una obra de arte, sino como una simple mezcla de pigmentos y aceites sobre lienzo. El primer abrazo entre seres queridos después de un largo período de separación no sería más que el contacto físico entre dos conjuntos de células y la liberación de ciertos neurotransmisores, despojando el momento de su carga emocional y su significado intrínseco.
Desde esta perspectiva, la conciencia nace de la materia y el alma, si es que se le concede existencia, se entiende como un subproducto de procesos neurológicos complejos. En otras palabras, desde el cientificismo el alma reside en el cerebro y -por lo tanto- todo fenómeno psíquico y espiritual podría ser explicado por la actividad cerebral: nuestras decisiones, sentimientos, y pensamientos serían el resultado directo de interacciones químicas y eléctricas dentro del cerebro. Incluso, el filósofo alemán Ludwig Büchner llegó a sostener que los pensamientos no eran otra cosa que secreciones del cerebro.
Sobre esta visión empecinada del materialismo, Oskar Adler dijo: “Un escritor de obras de divulgación científica, expresó la frase siguiente para explicar el triunfo del pensamiento moderno: “Antes se creía que el sol era de naturaleza divina; ahora se sabe que es una bola de gas incandescente.” ¿No se podría decir con el mismo derecho que antes se creía que las sinfonías de Beethoven eran excelsas obras de arte y que ahora se sabe que no son más que masas de aire que vibran? O lo siguiente: “ayer creía que tú, ¡oh escritor que escribiste las palabras arriba mencionadas, eras un ser pensante; en cambio ahora sé que no eres más que una combinación química de hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno y algunas otras sales minerales!” ¿No se podría decir esto con el mismo derecho?”.
Es verdad, el cuerpo físico podría reducirse a una suma de elementos químicos. Sin embargo, esa es la porción más densa de nuestra naturaleza, un soporte biológico para “algo más”. En ocasiones hablamos de un vehículo material, es decir un efectivo medio de transporte que nos permite trasladarnos e interactuar con el plano físico.
En rigor de verdad, y como bien señalan los científicos que se atreven a salir de los pantanos del materialismo, la materia es energía densa, energía en máxima condensación, una parte limitada de la realidad, pero nunca debe ser entendida como toda la realidad.
El esoterismo habla de este plano físico como un velo que oculta otras realidades metafísicas y que no son alcanzables con el vehículo físico pero sí con otros vehículos sutiles que todos nosotros tenemos. Algunos cabalistas le llaman “el primer disfraz” mientras que en Oriente se suele hablar de Maya, la ilusión.
Lamentablemente, en nuestro mundo moderno, vivimos tan apáticos con respecto a las grandes preguntas existenciales, subordinados a lo sensorial y a los grandes intereses económicos que prefieren mantenernos dormidos e hipnotizados por la materia, que es fácil caer en la trampa de pensar que la realidad tangible es todo lo que existe.
Es evidente, que esta visión pobre y miope de la realidad, propia del materialismo más duro, es más simple de aceptar por el gran público porque no nos compromete a nada. Todo lo cosifica, manteniéndonos en una burbuja de comprensión superficial. Pero si nos detenemos a mirar más allá de la superficie, si realmente cuestionamos la narrativa materialista, descubriremos un universo repleto de misterios que no pueden ser explicados solamente por la química y la física. La consciencia, el sentido de lo sagrado, la capacidad de experimentar asombro ante la naturaleza y el arte, sugieren que hay dimensiones de la existencia que trascienden lo material.
El desafío es cambiar el lente. Contemplar la realidad con otros ojos y descubrir un mundo nuevo, lleno de sentido y magia que siempre ha estado ahí.