En su lecho de la convalecencia, después de haber sido herido durante la defensa de Pamplona, el mujeriego, egoísta, jugador y agresivo Ignacio de Loyola pidió novelas de caballería para matar su aburrimiento. Cuando estos libros se le acabaron, pidió otros, pero como no había más obras de fantasía, le trajeron un libro sobre la vida de los santos. Al leer esas historias, Ignacio encontró paz, se entusiasmó por este mundo espiritual del que poco conocía y se hizo esta pregunta: “Si ellos pudieron… ¿por qué yo no?”  Y a partir de ese momento, Ignacio experimentó una metanoia, su vida dio un giro de 180 grados e inició un proceso de interior que lo llevó a la escritura de sus “Ejercicios Espirituales”.

Casi lo mismo podría decirse de Francisco de Asís, un muchacho hijo de mercaderes que soñaba con riquezas, placeres y que evitaba el contacto con los pobres, los leprosos, los más débiles…

En otras palabras: todos los grandes santos, los maestros más encumbrados, las personas más virtuosas del mundo tuvieron un pasado, y a veces un pasado de egoísmo, ceguera e incluso un pasado terrible.

Desde la espiritualidad iniciática, sabemos que ese hito de la conciencia que llamamos Iniciación es también una oportunidad de volver a nacer, para experimentar una muerte mística. Es lo que decía Jesús al Cristo cuando hablaba con Nicodemo acerca de un nacimiento segundo.

Entonces: a través de la iniciación, cada uno de nosotros puede convertirse en un ser humano nuevo y mejor. En otras palabras, cada uno de nosotros siempre tiene la oportunidad de empezar de nuevo, de convertir las experiencias anteriores (sean las que sean) en el prólogo de algo más trascendente.

¿Qué quiero decir con esto? Que todas las cosas –buenas y malas– y que todas las vivencias –gratas e ingratas– son las que nos condujeron aquí, hasta este punto, por lo tanto no necesitamos renegar de ellas sino entenderlas como parte de nuestro crecimiento. ¿Hicimos cosas de las que no estamos orgullosos? ¿Fuimos desagradecidos, malos, herimos a otras personas? Es posible que todos nosotros estemos en ese lugar. Sin embargo, hay una buena noticia: siempre es posible reivindicarse, perdonar y perdonarnos, en otras palabras, redimirnos.

En uno de sus escritos, Mircea Eliade define la iniciación como “una mutación ontológica del régimen existencial. Al finalizar las pruebas, el neófito se ha transformado en otro”. Y agrega: “La iniciación constituye el fenómeno espiritual más significativo de la historia de la humanidad”. Por lo tanto, el profano se termina transformando en un ser abierto al espíritu.

En la brillante película “Alma Salvaje” (2014), la protagonista emprende una larga caminata a modo de peregrinación por la costa oeste de los Estados Unidos, desde la frontera de México hasta Canadá, y casi al concluir la misma, 1800 kilómetros después de haber partido y convertida en otra persona, reflexiona: “¿Y si todas esas cosas que hice fueron las que me trajeron hasta aquí? Ni siquiera sabía a dónde iba hasta que llegué ahí, el último día de mi camino”. Y esa pregunta se aplica a cada uno de nosotros: ¿y si todas las cosas que hicimos son las que nos trajeron hasta este punto? Sí, es verdad, somos el resultado de acciones, pensamientos y decisiones del pasado, pero también tenemos la oportunidad de cambiar, de dar vuelta la pisada, aquí y ahora.

La palabra “redención” en su etimología viene de “re” (volver a) y emere (adquirir), un alto en el camino que nos permite re-inventarnos, mirar el mundo con otros ojos y revolucionar nuestra vida.

Siempre hay lugar para la redención, de ahí la importancia del conocido enunciado hermético: “Solve et Coagula”. Disolver y coagular. Muerte y renacimiento. Derrumbar, sí, pero con esos escombros construir algo nuevo y mejor.

La Iniciación no solamente permite la redención sino que –en sí misma– es una redención. Entonces no importa donde estemos parados ahora, podemos estar metidos hasta el cuello en un pozo de estiércol, lo que importa es nuestra decisión de salir.

Sobre este tema escatológico justamente hay un cuentito que dice así: “Un hombre estaba metido en un pozo de estiércol , apenas con la cabeza sobresaliendo para respirar. En ese momento pasó un monje y alterado por la situación le gritó: “¿Señor, cómo puedo ayudarlo? ¿Le lanzo una cuerda, una vara¿ ¿qué hago?”. Y el que estaba metido en el pozo le respondió: “No, por favor siga su camino. Yo solamente le pido que no haga olas”.

La mayoría de los profanos son así. No son malos, pero prefieren que no haya olas, eligen recluirse en su zona de confort, aún en un pozo de mierda, en lugar de arriesgarse a salir y encontrar algo mejor.

Decía antes que el camino iniciático es para todos, y esto es absolutamente cierto: el camino está preparado para que sea recorrido por todos los seres humanos. No obstante, así como el camino es para todos, no todos son para el camino porque la mayoría no está dispuesta a hacer los cambios necesarios para avanzar a paso firme hasta llegar hasta la cima. Ojalá que este sendero fuera para los muchos, pero en verdad sigue siendo para los pocos.

Sobre esto, la notable escritora Mariana Caplan comentaba que “muchos buscadores de la verdad son sinceros y se esfuerzan en serio, pero la confrontación con el ego exigida por el sendero es más de lo que la mayoría de la gente es capaz de soportar, pues no es eso lo que desea. (…) En ningún momento de la historia, incluyendo la actual “New Age”, las masas han tenido ganas de adoptar el compromiso necesario para lograr una vida iluminada”.

Esto lo comprobamos día a día: el conocimiento iniciático sigue siendo marginal. Y por eso nos interesa continuar con esta vía de comunicación: difundiendo las enseñanzas rosacruces a los cuatro vientos.

Todos podemos rectificar el rumbo, darnos la vuelta, experimentar la metanoia, despegarnos del fango del materialismo, de una existencia sin rumbo y sin sentido. Todos podemos reinventarnos, redimirnos.

Entonces es momento de mirar a los grandes maestros, a los iniciados, a los místicos, a esos seres espirituales que han logrado emanciparse de la masa y preguntarnos, del mismo modo que lo hizo Ignacio: “Si ellos pudieron, ¿por qué yo no?”.