El escenario es el mar. El protagonista de la aventura es el navegante, figura arquetípica del buscador espiritual. No es un turista, ni un comerciante de rutas. Es alguien que se atreve a soltar amarras, impulsado por un llamado que no siempre sabe explicar. Su travesía lo expone a tormentas, tentaciones y monstruos simbólicos, pero también a descubrimientos profundos, revelaciones y encuentros consigo mismo. Como Ulises, Jasón o Simbad, el navegante atraviesa el mar no solo para llegar a un lugar, sino para transformarse en el camino.

En la tradición iniciática, esta figura aparece una y otra vez: Buda es el Gran Nauta que lleva a los seres a la otra orilla del sufrimiento; Cristo es el timonel de la nave que conduce a los suyos por el mar del mundo; Jano, dios de los comienzos, lleva las llaves de los umbrales y también la barca que cruza entre lo viejo y lo nuevo. La imagen se repite: hay una orilla de origen, una travesía incierta, y una tierra prometida que no es solo geográfica, sino espiritual.

De acuerdo con René Guénon, “la conquista de la «Gran Paz» [esto es: la Paz Profunda] a menudo está representada por la figura de la navegación” y simbólicamente “atravesar las aguas” implica pasar de un estado de conciencia inferior a otro superior. Como bien argumenta Julius Evola: “Atravesar un río a nado o pilotar un navío era la fase simbólica fundamental en la “iniciación real” que se celebraba en Eleusis y Jano, la antigua divinidad de los romanos, dios de los comienzos y luego, por excelencia de la iniciación como “vida nueva”, era también el dios de la navegación. Entre sus atributos característicos figuraba la barca. La barca de Jano como sus dos atributos, las llaves, han pasado luego a la tradición católica, como barca de Pedro y en el simbolismo de las funciones pontificales”.

En todos los casos, la tarea del navegante nunca es sencilla y las embarcaciones que se atreven a atravesar el canal siempre se exponen tanto a los sargazos como a los tifones, la niebla, los monstruos marinos, el canto enloquecedor de las sirenas, las olas gigantes y muchos otros obstáculos marinos, con exigentes pruebas tanto exteriores como interiores.

El navegante, si es fiel a su llamado interior, no busca evitar estas dificultades, sino comprenderlas y trascenderlas, pasando del “por qué” (”¿por qué me pasa esto a mí?”) al “para qué” (¿qué sentido tiene esto?”).

La filosofía iniciática indica que la vía a la reintegración es un camino de muerte (o de “pequeñas muertes”) que nos conduce hacia una vida superior, y en este sentido atravesar las aguas puede considerarse una “primera muerte” (una disolución del viejo yo (palaios anthropos), una renuncia a los apegos y certezas previas que nos mantenían atados al puerto de lo conocido). Por eso Cirlot asegura que “volver al mar” es como “retornar a la madre, morir”.

Algunos relatos cristianos se refieren al propio Cristo como el “supremo marinero” y San Hipólito advierte que “el mar es el mundo; la nave, la Iglesia; el timonel, Cristo; el mástil, la cruz: la escalera que sube al travesaño del mástil, los pasos de Cristo a la cruz”. En la tradición clásica encontramos numerosos ejemplos de héroes-navegantes como Ulises (Odiseo), Jasón y sus argonautas, Gilgamesh, Sigfrido y Simbad, pero también encontramos relatos fantásticos de naturaleza cuasi-iniciática en la historia reciente: tanto en la odisea del noruego Thor Heyerdahl a bordo de su balsa “Kon Tiki” como en la desesperante aventura de Ernest Shackleton en los mares antárticos.

Tampoco hay que olvidar que muchos ritos de iniciación y ceremonias de renacimiento simbólico incluyen la inmersión en el agua como un paso crucial. El bautismo cristiano —sumergirse en agua para emerger a una vida nueva— recrea el patrón muerte/renacimiento vinculado al mar. En “Game of Thrones” aparece la figura del “dios ahogado” de las islas de Hierro del Poniente, que encarna este mismo simbolismo de tránsito y donde se pronuncian estas palabras rituales:

Sacerdote: Señor Dios que te ahogaste por nosotros, permite que tu siervo renazca del mar, como renaciste tú. Bendícelo con la sal, bendícelo con piedra, bendícelo con acero.

Respuesta: Lo que está muerto no puede morir.

Sacerdote: Lo que está muerto no puede morir, sino que se alza de nuevo, más duro, más fuerte.

Del mismo modo, la leyenda de Jonás y la ballena puede leerse como una iniciación: el profeta, arrojado al mar durante la tormenta, es tragado por un gran pez y pasa tres días en su vientre, un período de transformación en la oscuridad oceánica tras el cual es vomitado de vuelta a la costa, renacido obediente a la voluntad divina. Esta estadía en el vientre marino asimila a Jonás con un niño nacido de nuevo en las entrañas del útero marino, para re-nacer espiritualmente. No es casual que Joseph Campbell identificara el motivo universal del “vientre de la bestia” en los mitos heroicos, donde “el héroe (…) es tragado por lo desconocido y parecería que hubiera muerto”.

El vientre de la ballena puede ser equiparado a un atanor, un capullo de seda, una cámara de reflexión, un huevo, un espacio hermético donde lo viejo es aniquilado para que nazca algo nuevo y mejor. Del mismo modo, el mar todo puede ser entendido como una enorme matriz, un gigantesco crisol donde se disuelven las formas previas del ser, se transmutan las impurezas del ego y se gesta, en las profundidades, una nueva identidad.

“Ninguna creatura puede alcanzar un más alto grado de naturaleza sin dejar de existir”, escribió Ananda K. Coomaraswamy y, en este sentido, el mar puede ser considerado tanto tumba como útero: el lugar donde el “palaios anthropos” muere y donde el “neos anthropos” se prepara para ver la luz.

En sus escritos, Julius Evola equiparó a la alta mar con la alta montaña, distinguiendo a ambos como símbolos de ascenso en una “épica de la acción” pero con una diferencia notable: la montaña es vertical y fija, el mar es horizontal y en perpetuo movimiento.

El mar, como prueba iniciática, no se deja escalar, no se deja dominar: se debe aprender a habitarlo, a leerlo, a escucharlo. A diferencia de la roca firme, el mar nos enseña que avanzar es ceder con dirección, fluir con intención, encontrando en cada corriente, en cada ola y en cada tormenta una manera de seguir adelante. En otras palabras: se trata de convertir los obstáculos en oportunidades y exclamar -como hacía Sherlock- “¡Hurra, esto se complica!”.