En un marco ceremonial, la espada oficia de puente entre dos mundos, transmitiendo una influencia anímica que ha pasado de generación en generación a través de núcleos fraternales y cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos.
Estos dos mundos no son otros que el Espíritu y la Materia, las dos orientaciones del Alma, y –por lo tanto– el rol de la espada ritual es “espiritualizar la materia”y “materializar el espíritu”, lo que en lenguaje alquímico sería: “hacer volátil lo fijo y fijo lo volátil”.
Que en la obra “The Accolade” (“El Espaldarazo”) de Edmund Blair Leighton la iniciadora sea una dama y el iniciado un caballero no es extraño, ya que la espada tiene el poder de armonizar los opuestos para que éstos puedan alcanzar la “coincidentia oppositorum”. Este poder integrador nos recuerda a la propia Alma, reconocida por Marsilio Ficino como “sustancia mediadora”, aquella que logra conectar todas las cosas.
Por otro lado, es necesario recordar que el poder de la espada es dual y que sus dos filos tienen una finalidad muy clara: mientras uno mata al Hombre Viejo (palaios anthopos), el otro insufla vida al Hombre nuevo (neos anthropos), lo cual está en plena concordancia con el axioma hermético “Solve et Coagula”, o sea disolver o derrumbar lo viejo y con esos escombros construir algo nuevo y mejor.