En la recordada película «V de Vendetta», Evey Hammond suplica al misterioso V que le brinde alguna esperanza, alguna solución, algún camino para escapar de la opresión y la injusticia que la rodea, y dice: «si hay algo que pueda hacer para que esto cambie por favor dígamelo».
Esta pregunta es un buen punto de partida en este momento crítico que estamos viviendo, en este fin de ciclo: «¿Qué podemos hacer?»
El sistema obviamente tiene su propia respuesta y nos dice: «¿no sabes lo que tiene que hacer? Vota. Vota y olvídate durante cinco años de ese asunto. Deja que los especialistas, o sea los políticos, se hagan cargo. Que esa casta de seres imperfectos y profundamente dormidos, pero también interesados, tome el timón y se encargue de las soluciones». Y durante esos cinco años nos decepcionamos y ponemos la esperanza en otros políticos que dicen tener mejores soluciones, y bueno, nos convencen y los votamos, y nos arrepentimos y votamos a los otros en un carrusel infinito donde nos limitamos a ser meros espectadores y votar.
No obstante, mientras depositamos nuestra esperanza en la casta política y dirigimos nuestra atención al espectáculo que se desarrolla en ese circo infame, perdemos de vista lo que realmente importa. Es como si estuviéramos siendo engañados por un prestidigitador hábil, que hace malabares con sus manos y nos distrae con una mientras realiza su verdadera tarea en la otra.
Es así que no tomamos conciencia de que, por ejemplo, 10 mega corporaciones transnacionales controlan una cantidad de recursos y capital que supera la de 180 países juntos. Para poner en perspectiva esta realidad, las Naciones Unidas cuentan con la participación de 193 países, lo que significa que únicamente 13 países, en su mayoría altamente desarrollados, compiten (entre comillas) con estas mega empresas. Entre ellos se encuentran Estados Unidos, Japón y Alemania, países que a su vez están sumidos en una deuda pública insostenible y altamente comprometedora. Esta situación tiene un nombre: corporocracia o corporatocracia, es decir, el gobierno de las corporaciones, y significa que el poder ha sido transferido desde el estado a las grandes corporaciones.
Esto no es una idea, sino un hecho constatable. Pero nosotros somos porfiados y seguimos pensando en ese mapamundi con países pintados de diferentes colores, pensando que son los que tienen la soberanía. Sin embargo, como vimos, solamente 13 países están por encima (al menos en lo soberano) de estas corporaciones. Tampoco tenemos en cuenta otra cifra oficial: el 1% de la población mundial posee la mitad de dinero y bienes que el 99% restante. Esto fue corroborado el año pasado por un informe de Credit Suisse.
Seamos totalmente claros: a lo largo de la historia siempre ha habido naciones ricas y naciones pobres, personas ricas y personas pobres, lo cual puede tener varias explicaciones. Pero en este momento, la desigualdad es tan enorme, tan obscena, la brecha entre pobres y ricos es tan grande que es un panorama absolutamente nuevo.
Estamos hablando de una élite tan despegada del resto como nunca antes habíamos visto. ¿Qué tienen en común las élites tanto las del pasado como estas de ahora? Bueno, la necesidad de perpetuarse en el tiempo, de mantener el status quo, que nada cambie o mejor aún: que todo cambie para que las cosas sigan siendo exactamente iguales. Y algunos dirán, «Bueno, pero esto es política, economía, no sé por qué están hablando de esto en este artículo, esto no tiene nada que ver con la conciencia». Pues bien, desde la filosofía iniciática, todo el acontecer humano está íntimamente vinculado con la conciencia. No es nada casual lo que pasa afuera, es el reflejo de lo que está pasando adentro. La política y la economía globales son la exteriorización de procesos que estamos viviendo todos los seres humanos en nuestro interior. Por eso, lo macro es siempre reflejo de lo micro.
Decía entonces que las élites necesitan perpetuarse y para ello necesitan utilizar todos los recursos que tengan disponibles, todo el apoyo posible, aprovechando los tiempos de bonanza pero aún más, los tiempos de incertidumbre. Todos sabemos aquello de que toda crisis es también una oportunidad. Esto se ha dicho hasta la saciedad y es realmente cierto: crisis es igual a oportunidad, y durante esta crisis sanitaria de estos últimos dos años, muchas personas aprovecharon la situación para crecer interiormente, para formarse, para aprender. Los poderosos, por su parte, también aprovecharon la oportunidad pero para llenarse los bolsillos, mientras que la masa inconsciente se dejó llevar, se asustó viendo las noticias y aprovechó, sí, aprovechó el tiempo, pero para ver más series de televisión en Netflix, en HBO, donde sea. Y no estamos diciendo que ver series o distraerse sea malo en sí mismo, lo malo es cuando dedicamos todas nuestras energías, que analizamos todos nuestros esfuerzos en el entretenimiento, en abstraernos de la realidad y dejar pasar el tiempo, que pase, que pase, asustaditos en un rincón.
Lo dicho, las crisis no son iguales para todos y en estos momentos de incertidumbre los ricos se hicieron más ricos, incluso duplicaron su riqueza, mientras que el resto hizo lo que pudo o incluso se empobreció. La escritora canadiense Naomi Klein llama esto «doctrina del shock». Esto lo expone una gran obra que se llama justamente «La doctrina del shock» y habla más que nada situaciones como la del huracán Katrina en Nueva Orleans, etcétera. ¿Y esto significa esta doctrina? Quiere decir que los poderosos esperan a que se produzca una crisis para implementar lo más rápido que se pueda y aprovechando justamente la confusión reinante, una serie de medidas que no serían aceptadas en una situación de normalidad, medidas económicas, medidas de control, en fin, aprovechar el pánico para que la gente entregue voluntariamente su libertad a cambio de seguridad.
Aún teniendo en cuenta todo esto, la solución que nos sigue dando el sistema es: «¿No estás de acuerdo? ¿Estás inconforme? Vota». Yo no estoy diciendo que votar sea malo, pero obviamente queda claro que no es suficiente. Existen otras formas sutiles de expresarnos, de votar. Por ejemplo, podemos votar con nuestro dinero: cuando compramos una cosa y dejamos de adquirir otra, estamos ejerciendo nuestro derecho ciudadano de otra manera. Con cada dólar, con cada peso, con cada euro que sale de nuestro bolsillo, estamos también creando y generando un nuevo tipo de sociedad. O por el contrario, estamos perpetuando lo que existe. A esto lo llamamos «consumo consciente y responsable». ¿A qué empresas preferimos darle nuestro voto? Cada vez que pagamos por algo, estamos votando para que ese producto, esa iniciativa, ese servicio, lo que sea, siga existiendo. Muchos nos dirán: «bueno, eso tampoco es suficiente». Y es verdad, no es suficiente. Se necesita algo más, se necesita que convirtamos nuestra existencia en algo diferente, en que modifiquemos nuestro estilo de vida y que lo hagamos compatible con el mundo que queremos.
Exactamente como dijo Gandhi tiempo atrás: «sé el cambio que quieras ver en el mundo», aunque la cita exacta es de 1913 y dice así: «Si pudiéramos cambiarnos a nosotros mismos, las tendencias en el mundo también cambiarían». Esta idea es similar a la que expone Jiddu Krishnamurti en sus obras y en sus conferencias cuando dice: «La sociedad en que vivimos es el resultado de nuestra condición psicológica. Nosotros somos la sociedad, somos el mundo. El mundo no es diferente de nosotros. Así como somos, así hemos hecho el mundo. A mí me parece que nuestra responsabilidad es la de comprendernos primero a nosotros mismos, porque nosotros somos el mundo».
Hay un cuento sufi, escrito por Anthony de Mello, que explica esto de un modo muy sencillo: «El sufí Bayazid dice acerca de sí mismo: «De joven yo era un revolucionario y mi oración consistía en decir a Dios: ‘Señor, dame fuerzas par cambiar el mundo’». «A medida que fui haciéndome adulto y caí en la cuenta de que me había pasado media vida sin haber logrado cambiar a una sola alma, transformé mi oración y comencé a decir: ‘Señor, dame la gracia de transformar a cuantos entran en contacto conmigo. Aunque sólo sea a mi familia y a mis amigos. Con eso me doy por satisfecho’». «Ahora, que soy un viejo y tengo los días contados, he empezado a comprender lo estúpido que yo he sido. Mi única oración es la siguiente: ‘Señor, dame la gracia de cambiarme a mí mismo’. Si yo hubiera orado de este modo desde el principio, no habría malgastado mi vida»».
Ahora volvamos a la pregunta inicial de Evey Hammond: ¿qué podemos hacer?
Bueno, cambiar nosotros, alinear nuestra vida con algo más alto, algo más profundo, para que de esta forma cambie el mundo. Y algunos van a decir: «Nosotros podremos cambiar pero la gran masa va a seguir igual». Bueno, es verdad, las corporaciones están haciendo un excelente trabajo manteniendo a la población dormida. La vieja técnica de pan y circo sigue siendo tan efectiva ahora como lo era en la época de los emperadores romanos.
No obstante, a este cuestionamiento voy a contestar con otro cuentito que me gusta mucho y que ya he podido contar en otra ocasión y que dice así:
Durante un gigantesco incendio en el bosque, todos los animales subían desesperados para salvarse. En esta situación desesperante, un colibrí iba en el camino contrario, tomando con su pico agua de un lago cercano y arrojándola al fuego. Un pelícano contemplando la labor de la pequeña ave le preguntó: «Hey, ¿realmente crees que puedes apagar el incendio con la poca agua que arrojas?» Y el colibrí respondió: «Estoy seguro de que no podré apagar el incendio solo, pero intento hacer mi parte».
Por eso, no tenemos que dejarlos arrastrar por la corriente. Tenemos que hacer nuestra parte, sabiendo que hay cosas que dependen de nosotros, cosas que podemos hacer, y otras que no dependen de nosotros. Y bueno, ahí no vamos a poder actuar, pero lo importante es conspirar. Y entendamos esta palabrita tan mal entendida: conspirar quiere decir respirar juntos.
Tenemos que dejar de alimentar a la bestia, tenemos que dejar de insuflarle energía a un sistema inhumano y anti-espiritual. Tenemos que construir en fraternidad una alternativa. Obviamente, esto no lo podemos hacer solos. Tenemos que tender puentes con otras personas, hombres y mujeres, personas diferentes, contactos culturales diferentes, razas, religiones. Construir un puente y de esta forma llegar a pensar, idear, visualizar y finalmente crear una alternativa. Hay un viejo adagio tradicional que ya muchos conocen, pero que siempre es bueno traerlo a colación: la ley se cumple.
Esto significa que lo que debe hacerse será, sabiendo que la humanidad está por encima de esta coyuntura que estamos viviendo, está por encima de este momento histórico de la pandemia y de la pospandemia. Tenemos que saber que los seres humanos, y estamos hablando de entidades metafísicas encarnadas en cuerpos finitos, van a trascender cualquier circunstancia, van a sobrevivir a cualquier catástrofe, porque la conciencia siempre, siempre se va a abrir paso. La ley, los ciclos, se cumplen.