En este preciso momento estamos atravesando una de las mayores crisis de la sociedad globalizada. Una verdadera guerra contra un enemigo invisible: el coronavirus.
Esta es, sin lugar a dudas, una oportunidad extraordinaria pero muchos, lamentablemente la mayoría, la terminará desaprovechando. Hace unos días escuchaba al conferencista Sergio Fernández y éste era bastante radical y decía que en esta crisis están por un lado las personas que aprenderán más y por otro lado las personas que verán más series de Netflix. Sin duda es una simplificación, ver televisión no necesariamente tiene que ser malo, pero la frase revela algo que todos estamos viendo a nuestro alrededor: están aquellos que –no solo en este confinamiento sino en la vida normal– prefieren matar el tiempo y están los otros que buscan dignificar el tiempo.
Hay un dicho popular que seguramente habrán escuchado alguna vez y que dice: “A la ocasión la pintan calva”. Pues bien, esa frase nos remite a una divinidad de la antigüedad: la diosa Ocasión (Occasio), representada como una joven hermosa y con un aspecto muy llamativo: lucía un copete de pelo que cubría su frente mientras que su nuca estaba totalmente rapada, lo que significaba que si la ocasión pasa a nuestro lado tendremos que actuar con habilidad y sujetarla de los pelos porque de lo contrario se nos escapará y luego ya no habrá posibilidad de agarrarla por detrás. Incluso, esta diosa casi siempre aparecía parada sobre una enorme bola o una rueda, evidenciando el carácter inestable de lo ocasional.
Cuando le preguntaron a John F. Kennedy de qué manera se había convertido en un héroe condecorado de la segunda guerra mundial, él dijo con total franqueza: “En verdad, fue involuntario. Hundieron mi barco”. Y es cierto, a veces necesitamos un empujón del destino para salir de nuestra zona de confort. Mientras algunos intentan atrincherarse y aferrarse con todas sus fuerzas a un pasado que probablemente no vuelva nunca más, otros son resilientes, es decir intentan adaptarse a este nuevo escenario.
El coronavirus, este enemigo invisible, nos está pegando duro, no solamente en lo relacionado a la salud sino que está modificando drásticamente nuestras costumbres. Aun nuestros trabajos, incluso los más “seguros”, por decirlo de alguna forma, ya no son tan “seguros”. El futuro que teníamos en mente, las proyecciones que habíamos hecho, ya no pueden ser aseguradas. Como dice el dicho popular: “a seguro se lo llevaron preso”. Nada es seguro, nunca lo fue, pero ahora esa verdad nos quema los ojos.
En este panorama nuevo, en este confinamiento e incluso cuarentena que estamos viviendo la pregunta es ¿qué hago? ¿qué puedo hacer? ¿cómo puedo aprovechar el tiempo? Otros gritan “me aburro” y buscan toda clase de distracciones para que el tiempo pase lo más rápido posible. Esta palabrita “aburrimiento” es muy reveladora porque indica la necesidad de la mente de ser estimulada una y otra vez. En su etimología, la palabra “aburrir” se compone de ab, es decir salirse y de horror, poner los pelos de punta, es decir que estamos hablando de un temor intenso al vacío, de ese tedio que revela un miedo al silencio, miedo a que en ese silencio nos encontremos con nosotros mismos, cara a cara. En este mundo de sobreestimulación, ya hemos olvidado qué significa estar cinco minutos, quince minutos, una hora, sin mirar el teléfono móvil, la televisión, lo que sea para evadirnos de nosotros mismos.
Cuando nos planteamos qué hacer en este confinamiento es importante recordar que la sabiduría antigua enseña una noción importante: la recta acción. Esto significa que no tenemos que hacer por hacer sino que todos nuestros actos (o la mayoría al menos) deberían estar vinculados a un eje, a un propósito.
Dijo el filósofo Schopenhauer: “No hay ningún viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige”, es decir que si carecemos de un rumbo claro quedaremos a merced de los vientos, de las mareas, yendo de aquí para allá y desaprovechando hora tras hora, día tras día, hasta que –cuando llegue el momento de partir– no podamos responder a la pregunta: ¿para qué viví?
Esta pregunta “¿para qué viví?” es un buen punto de partida en este aquí y ahora. ¿Para qué estoy viviendo? En otras palabras ¿qué estoy haciendo de mi vida? Y esta pregunta puede hacerse a los 20, a los 30, a los 50 y a los 70. Siempre es un buen momento para que nos formulemos las preguntas claves.
Entonces, antes de “hacer cosas por hacer”, tenemos que hacernos la pregunta: ¿para qué? ¿para qué quiero hacer cosas, para qué necesito estos ejercicios, estas prácticas? ¿Para para ocupar la mente, para hacer algo, para sentirme diferente? Es preciso encontrar el “para qué”? Yo creo que el “para qué” nunca va a quedar claro si no tenemos un propósito existencial, una misión en la vida, lo que en Oriente se denomina “Dharma”.
Aquí hay una aclaración que vale la pena hacer: muchos tal vez no crean que tenemos un propósito que cumplir en esta existencia. No pasa nada. Pero aun si no creemos que tenemos un propósito que cumplir, es importante de todas maneras que busquemos un propósito, un rumbo a seguir, para no ser un barco a la deriva.
El problema es que casi nunca nos damos cuenta cuál es ese propósito. No es fácil descubrirlo, y como no es sencillo encontrarlo de buenas a primeras tenemos que buscar la manera de trazar ese rumbo. La mejor forma es establecer un proyecto de vida. En otras palabras, mientras no descubrimos nuestro propósito en la vida, usaremos en su lugar un proyecto de vida que iremos ajustando y puliendo hasta que en un momento, ¡click! el proyecto y el propósito serán una sola cosa. Mientras que el Proyecto se diseña, se construye, el Propósito se descubre.
La primera pauta para concebir este proyecto existencial es hacer un STOP, una pausa en las tareas cotidianas, y ¡oh, casualidad! el coronavirus justamente nos brinda ese STOP. La segunda pauta es buscar un tiempo para la introspección. Y, ¡oh, casualidad! De nuevo, el coronavirus nos da ese espacio.
Por eso, además del kit de emergencia que consta de una serie de ideas para nuestro tiempo de confinamiento, creo necesario hacernos un tiempo para empezar a generar ese proyecto de vida.
Después que hicimos esa pausa y encontramos el espacio adecuado, lo siguiente es reflexionar sobre nosotros y escribir de forma clara y meditada una declaración de misión, lo que significa definir en pocas palabras nuestro propósito.
La pregunta que nos deberíamos hacer para escribir una declaración de este tipo es: “Con los elementos y los conocimientos que poseo en este momento, ¿cuál considero que es mi propósito en la vida?”.
Sin duda, será una definición “a grosso modo”, lo cual supone un primer acercamiento a este propósito, por lo tanto es simplemente un punto de partida, un rumbo inicial, que nos permitirá darnos cuenta fácilmente si las cosas que hacemos en nuestra vida cotidiana nos acercan o nos alejan a ese ideal.
Existen algunas pautas que deben tenerse en cuenta a la hora de redactar nuestra declaración:
1) El objetivo planteado debe comenzar con un verbo en infinitivo: “lograr…”, “alcanzar…”, etc.
2) La misión escrita no debería ser demasiado vaga como “ser feliz” o “alcanzar la iluminación” ni estar vinculada a un rol finito: “ser un excelente padre”, etc., sino que debe estar redactada por encima de los roles particulares.
3) El objetivo no debe ser egoísta sino altruista. Debe estar relacionado con nuestra vida individual pero también en función de nuestro legado, nuestro aporte a la sociedad.
Al definir una misión, ésta se torna tangible y se convierte en el lazo unificador de nuestras acciones cotidianas. Por eso es importante plasmarla en el papel, tenerla siempre a mano y no dejarla en el olvido.
Entonces, al definir un norte ya podemos empezar a establecer metas y objetivos personales en función de este nuevo rumbo, en función del Ser y no del Ego.
Lo importante de todo esto que he dicho es que –sea cual sea nuestro pasado–, el coronavirus nos está marcando un nuevo punto de partida, una posibilidad de darnos la vuelta, de reconvertirnos. En otras palabras, de esta encrucijada podemos salir como seres renacidos o –por el contrario– regresar a la cotidianidad igual o peor que antes.