En el siglo III antes de Cristo, Alejandro el Grande desembarcó en las costas fenicias y, al llegar, sus informantes le anunciaron que los persas triplicaban a las fuerzas griegas.

Al percibir que sus hombres dudaban del éxito en el campo de batalla, Alejandro mandó quemar todas las naves y ante aquel espectáculo de fuego y destrucción, reunió a los combatientes en la playa y les dijo:  “Esos barcos ardiendo nos marcan un solo camino: la victoria. Si no ganamos, no tenemos oportunidad de regresar a casa y ninguno de ustedes podrá ver a sus familias nuevamente. Nuestra única salida es triunfar en el campo de batalla y volver a Grecia en los barcos de nuestros adversarios”.

Quemar las naves. El momento preciso en el que volver atrás no es una opción.

En la navegación aérea existe un “punto de no-retorno”, es decir aquel instante preciso donde –teniendo en cuenta el consumo de combustible– el avión ya no tiene posibilidades de retornar a su aeropuerto de origen. Cuando se ha traspasado ese punto de no-retorno, la aeronave no tiene otra opción que seguir a su destino, cueste lo que cueste. Del mismo modo, en el camino iniciático también existe un hito, un momento crucial o un “punto de no-retorno”, donde nuestra única salida es seguir caminando hasta la cima. Las presiones para que volvamos a la supuesta normalidad serán muchas porque el camino iniciático es y siempre ha sido marginal. Ojalá fuera para los muchos pero hasta nuestros días ha demostrado ser para los pocos porque no es un camino fácil sino contracorriente, ascendente y lleno, llenito de pruebas.

¿Y por qué existe este punto de no retorno? Porque a partir de cierto momento simplemente no podemos volver a la vida de antes ya que el conocimiento nos compromete. ¡El conocimiento siempre nos compromete! Al mismo tiempo que la ignorancia nos absuelve. Cuando conocemos, cuando sabemos hacia dónde se encuentra el propósito existencial, no podemos mirar hacia otro lado. Recuerdo una monja benedictina estadounidense, la Hermana Joan Chittister que decía que “el conocimiento es una bendita maldición” y agregaba que “una vez que empezamos a ver, nunca podemos de nuevo no ver, lo que significa que debemos ser capaces de soportar las cargas de nuestro conocimiento”.

En un artículo anterior cité a Confucio cuando decía: “Si sabes lo que tienes que hacer y no lo haces, estar peor que antes”. Es una frase dura, porque todos sabemos que siempre lo podemos hacer mejor y también sabemos que muchas veces –todos nosotros– caemos en las trampas que nos pone el mundo profano.

Por eso, el conocimiento por sí solo no vale nada. Necesita activarse, ponerse en acción, porque sino se termina convirtiendo en una carga.

Pero aún con todos los errores, las idas y vueltas, los avances y retrocesos, estamos en el camino, y como dice un dicho popular “ya que estamos en el baile, vamos a bailar”, en otras palabras, ya que estamos en el camino, ¿qué tenemos que hacer? Caminar. El avance siempre es inexorable y el camino a veces se contempla –no como lineal-–sino como una espiral.

Caminamos, caminamos, caminamos, avanzamos, seguimos subiendo, vamos viendo todo con más claridad y en el momento menos pensado aparecen acontecimientos, personas, sucesos removedores que ciertamente nos confunden. Incluso llegamos a pensar que estamos volviendo atrás, retrocediendo tal vez, pero todas estas situaciones y circunstancias en verdad suponen nuevos retos, nuevos desafíos, aspectos de nuestro ser que necesitábamos descubrir, trabajar. Y es así que después de mucho esfuerzo terminándonos dando cuenta que sí ha habido un avance, que hemos aprendido cosas y que estamos parados un poquito más arriba, en otra vuelta de la espiral.

El juego de la Oca es una versión lúdica del viaje espiralado al centro, desde la oscuridad a la luz, hasta el jardín de las ocas. Aunque más intrincado en su forma, los laberintos también son espirales que nos llevan inexorablemente al centro, a la fuente.

Desde lo simbólico, cuando un neófito entra al laberinto, cuando rompe la barrera exterior, experimenta la iniciación simbólica, ha dejado atrás las tinieblas de lo profano y entra a un territorio sagrado. En ese preciso momento ya no hay vuelta atrás. Podrá detenerse, quedarse cerca de la entrada y hasta renegar del paso que dio, pero lo hecho hecho está, y a partir de ese momento tendrá que unir esa iniciación virtual, esa posibilidad, con la Iniciación efectiva, en el centro del laberinto.

Para quemar las naves necesitamos tener como guía las cuatro “C” del camino del discipulado rosacruz: Compromiso, Coherencia, Confianza y Constancia. Compromiso con nosotros mismos, con el camino que hemos elegido, Coherencia entre lo que decimos y lo que hacemos, Confianza en el camino, en que este camino nos lleva a lo Bueno, lo Bello, lo Justo y lo Verdadero, y por último Constancia, Disciplina, avanzar sin prisa pero sin pausa.

Algunos confunden el camino del medio que propone la Filosofía Iniciática con una senda de tibieza, de medias tintas, de conformismo, cuando en verdad hay que dejarse entusiasmar por el Ideal, arriesgarse, involucrarse, redoblar el paso.

Siempre es un buen momento para quemar las naves.