Cuando hablamos del Camino, estamos aludiendo -de manera metafórica- a un proceso interior, entendido como un recorrido o un viaje, marcado por pruebas, retos y desafíos que nos confrontan con nuestras limitaciones, miedos y sombras. Cada prueba que encontramos en el sendero actúa como un espejo, reflejando aspectos de nuestro ser que necesitamos entender y trascender. Por eso podemos hablar de un camino de probación, de pruebas que no están sujetas a la casualidad sino a la causalidad, a fin de que experimentemos -de forma paulatina- una expansión de la conciencia.

El camino iniciático es una vía ascendente, que requiere esfuerzo, disciplina, y el coraje de abandonar las limitaciones del ego para llegar a la sabiduría y la conexión con lo divino.

Como todo viaje, este sendero de luz o “via lucis” tiene un punto de partida, que solemos asociar con la oscuridad, el sueño, la ignorancia, lo profano, la materia, y un punto de llegada, que relacionamos con la luz, la vigilia, la sabiduría, lo sagrado, lo espiritual.

Lo cierto es que, al asumir nuestro rol de caminantes, siempre nos encontramos en el proceso, en un punto intermedio entre la materia y el espíritu, entre lo profano y lo sagrado, y al entender esto también comprendemos que somos seres fluyendo, perfectamente imperfectos pero transitando.

Por eso hablamos de nobles caminantes o nobles viajeros, seres espirituales (nobles) experimentando (viajando) una experiencia humana y material. De ahí el nombre “peregrino” que significa “extranjero” y el entendimiento de que -como decían en el medioevo- “Vita est peregrinatio” (”La vida es una peregrinación”), entendiendo que somos viajeros que -mientras viajamos- vamos descubriendo nuestra verdadera naturaleza.

En el laberinto se representa de forma magnífica este proceso. Mientras que su periferia representa el punto de partida, el centro alude al objetivo último, determinando así dos partes bien claras y diferenciadas: afuera-adentro, abajo-arriba, periferia-centro, profano-sagrado, diversidad-unidad. Por otro lado, el desplazamiento por el laberinto representa este sendero -intrincado y espiralado-, que no es otra cosa que el movimiento de la conciencia, una sucesión de pruebas que deben ser superadas para llegar al centro.

Este centro es la cima, el eje, la fuente, la esencia, y marca el punto final del recorrido, y para llegar a él solamente hay que hacer una sola cosa: avanzar, avanzar y avanzar. Dar un paso, y luego otro, sin prisa pero también sin pausa. ¿Y qué es lo que pasa en el centro? En ese lugar ocurre la magia. El esforzado caminante, después de un largo periplo, logra unificar en sí mismo la tierra y el cielo, lo de abajo con lo de arriba, convirtiéndose así en “maestro de dos mundos”. Concluye un camino pero inicia uno nuevo.

Para que un camino pueda ser recorrido necesita mantenimiento, estar en condiciones y -sobre todas las cosas- debe ser transitado. Un sendero desarreglado y descuidado, sin caminantes que lo caminen y que le dediquen sus mejores energías, rápidamente terminará siendo invadido por la vegetación y finalmente será abandonado.

El sendero iniciático es ascendente y contracorriente. Exige mucho esfuerzo y dedicación, y siempre representa una vuelta, lo cual se evidencia en el uso continuo del prefijo “re” al hablar de él como un re-greso, re-torno, re-generación, re-integración, re-novación, re-stauración, re-unión, etc.

Por lo tanto, al recorrer la noble vía no estamos yendo hacia un lugar lejano y extraño (afuera y adelante) sino que nos estamos conduciendo a la esencia, a las profundidades de nuestro propio corazón. En este sentido, la Iniciación no es otra cosa que recordar (re-cordis), es decir “volver al corazón”, re-cuperar algo que hemos perdido.

El acceso a este sendero está disponible para todos los seres humanos sin distinciones. No obstante, solamente unos pocos se atreven a recorrerlo pues exige sacrificio, esfuerzo, disciplina y –antes que nada– el abandono voluntario de la zona de confort.

El Sendero -aunque queramos que sea “para los muchos”- sigue siendo “para los pocos” y se protege a sí mismo de la profanación de los indignos, de aquellos que no están dispuestos a renunciar a lo viejo para aspirar a algo nuevo y mejor.

De acuerdo con la Filosofía Iniciática, este sendero del que venimos hablando tiene algunas etapas bien definidas y donde aparecen algunos “hitos” marcantes. Estos momentos clave de nuestra peregrinación al centro son los siguientes:

  1. Metanoia (Meta = más allá, Noia = mente): Se trata de una verdadera «revolución de la mente», un cambio profundo en nuestra percepción que implica un giro de 180 grados en nuestra conciencia. La metanoia es ese momento en el que rompemos con las limitaciones del pensamiento ordinario y adoptamos una nueva forma de ver el mundo, trascendiendo lo superficial para conectar con lo esencial. Este cambio de enfoque abre las puertas a un entendimiento más profundo y una transformación interior.
  2. Ascesis: Es un proceso de disciplina y entrenamiento integral, en el que el alma se purifica a través de la práctica y el esfuerzo consciente. La ascesis no solo implica el dominio de los impulsos y manejo de las emociones, sino también el cultivo de la Virtud, lo cual conduce a una transformación gradual del ser.
  3. Iniciación o Iluminación, que no es otra cosa que la apertura de la visión interior, donde somos capaces de ver más allá de las apariencias y conectarnos con la verdad profunda del ser, conectando dos realidades: lo externo y lo interno, y donde el alma actúa como puente unificador.
  4. Reintegración, liberación o regreso a la fuente primordial.

Muchas veces, a los estudiantes les gana la ansiedad y desean saber exactamente en qué lugar del camino están. ¿Estoy más adelante? ¿O más atrás? ¿Ya puedo considerarme un discípulo? Pues bien, todo eso -en rigor de verdad- importa muy poco y lo único importante aquí es avanzar paso a paso, vencer a los dragones y -como dice el Kaizen– ser “hoy mejor que ayer y mañana mejor que hoy”.

En palabras de Atulananda Das: «No importa la velocidad, lo que importa es la dirección», es decir avanzar y disfrutar del proceso.

En Oriente, Tao quiere decir “camino” o más bien “existir en el camino”, es decir encontrar el modo de que el sendero y cada uno de nosotros seamos uno, lo cual fue expresado por Blavatsky en “La voz del silencio” de este modo: “No puedes recorrer el Sendero antes de que tú te hayas conver­tido en el Sendero mismo”. Esto significa fluir y aceptar que cada obstáculo, reto y desafío forma parte esencial de nuestro proceso, de nuestro recorrido trascendente desde la oscuridad a la luz.