En su observación de la Naturaleza, los antiguos reconocieron una oposición primordial entre el Padre Cielo (positivo, activo, masculino) y la Madre Tierra (negativa, pasiva, femenina). Atendiendo a la forma de la bóveda celeste y al movimiento cíclico que podía observarse en lo alto determinaron que la forma geométrica ideal para representar el Cielo era el Círculo.
La Tierra, por el contrario, con sus cuatro direcciones y sus cuatro elementos, se relacionó al Cuadrado y en estas dos figuras geométricas primordiales -Círculo y Cuadrado- podemos observar con claridad la oposición Tierra-Cielo.
Mientras que el Cielo fue ligado con lo divino, lo trascendente y lo eterno, la Tierra se vinculó a lo humano, lo creado y lo perecedero.
Los filósofos iniciados del pasado, reflexionando sobre esta aparente oposición, encontraron una conexión entre lo de Arriba (el Macrocosmos) y lo de Abajo (el Microcosmos) y concluyeron que “así como es Arriba es Abajo”, argumentando que entre ambos existe un punto medio, un espacio donde el Círculo (Espíritu) y el Cuadrado (Materia) pueden entrar en comunión.
Ese punto intermedio entre el Espíritu y la Materia es el Alma, la eterna mediadora, y es ella la única que puede -como decían los alquimistas- “espiritualizar la materia” o “bien corporeizar el espíritu” («hacer volátil lo fijo y fijo lo volátil»).
Por otro lado, la figura geométrica que está a medio camino entre el Círculo y el Cuadrado es el Octógono, un punto de encuentro donde es posible solucionar el problema de la “cuadratura del círculo” que es también puede considerarse una “circulatura del cuadrado”.
La cuadratura del círculo nos transmite la idea de una “coincidentia oppositorum”, una completa integración de los opuestos, la unidad del Espíritu y la Materia, que en la Rosacruz se resume con la máxima “Ad Rosam per Crucem – Ad Crucem per Rosam” (A la Rosa por la Cruz, a la Cruz por la Rosa”).
La diferenciación entre lo humano y lo divino puede también expresarse en otras figuras geométricas, en especial en el Triángulo.
En el triángulo equilátero podemos observar una proporción perfecta, un equilibrio armónico que nos recuerda a la perfección divina. Por esta razón, este triángulo siempre ha sido relacionado a lo trascendente y los judíos colocaron en él la letra “Yod” (la primera letra del Tetragramaton o nombre de Dios) para representar a la divinidad pura. En ocasiones, esta letra hebrea se sustituye por un ojo, convirtiendo a este triángulo en “el ojo que todo lo ve”, un conocido símbolo judeo-cristiano que ha sido adoptado por la Masonería en sus logias.
Cuando el triángulo equilátero es cortado exactamente por la mitad, se forman dos triángulos rectángulos. En otras palabras, esa figura «perfecta» pasa a ser imperfecta y el Uno se convierte en Dos figuras separadas que contienen al Tres, transmitiéndonos una idea de separación, que no es otra cosa que la caída de Adán en la materia.
No obstante, a través de la perfecta unión de sus partes, el triángulo rectángulo puede reconvertirse en un triángulo equilátero, “re-ligando” (volviendo a unir) lo que estuvo unido desde un principio. Esta labor de recuperación de la forma original perdida es denominada -desde la Filosofía Iniciática- “reintegración”.
El triángulo rectángulo también suele llamarse “triángulo egipcio” debido a que los constructores del Antiguo Egipto usaban una cuerda de 12 nudos en proporción 3, 4 y 5 para trazar fácilmente ángulos rectos en el suelo, práctica que fue heredada siglos más tarde por los albañiles medievales, quienes la conservaron como un secreto de su oficio.
Este triángulo también fue utilizado por Pitágoras en la formulación de su famoso teorema: “En un triángulo rectángulo el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos”, aunque es bien sabido que el sabio de Samos simplemente recogió y sintetizó lo que ya sabían desde mucho antes los matemáticos y arquitectos de Egipto y Sumeria.
La proporción de los lados del triángulo rectángulo (3, 4 y 5) ha sido adoptada en nuestros días por los masones, quienes la utilizan de forma simbólica en sus rituales. Sobre esto, Francisco Ariza revela que “la apertura de una logia operativa sólo es efectiva cuando son reunidas las tres varas que portan cada uno de los tres Grandes Maestros formando un triángulo rectángulo (también llamado «pitagórico»), pues dichas varas están en la proporción 3-4-5, valor numérico, precisamente, del nombre de El Shaddaï en hebreo” .
La escuadra masónica que porta el Venerable Maestro Masón está íntimamente ligada a la proporcionalidad del triángulo rectángulo, aunque carece de la hipotenusa de valor 5, lo cual recuerda la ausencia del Maestro Hiram Abiff. Esto significa, dicho de otro modo, que la Palabra Sagrada (o de una de sus tres sílabas) se ha extraviado, por lo cual la Francmasonería debe recuperarla.
René Guénon hablaba de esto en uno de sus escritos y decía: “En la época de la construcción del Templo, la «palabra» de los Maestros estaba, según la leyenda del grado, en posesión de tres personajes que tenían el poder de comunicarla: Salomón, Hiram, rey de Tiro, e Hiram-Abi; admitido esto, ¿cómo puede bastar la muerte de este último para causar la pérdida de la «palabra»? La respuesta es que, para comunicarla regularmente y en forma ritual, se necesitaba el concurso de los «tres primeros Grandes Maestros», de tal manera que la ausencia o desaparición de uno sólo de ellos hacía imposible esta comunicación, así como es imposible formar un triángulo si no es con tres ángulos”.
En la joya del Past-Master, es decir del Maestro que ha dejado su cargo de Venerable, el triángulo vuelve a aparecer completo, dando a entender que a través de la experiencia y la vivencia interior la Palabra ha sido reencontrada.
El pentagrama pitagórico (estrella de cinco puntas) ha sido utilizado tradicionalmente para representar al microcosmos, imaginando en esta figura a un hombre con sus cuatro miembros extendidos (en otras palabras, los cuatro elementos) más su cabeza (quinto elemento). Este símbolo, popularísimo durante el Renacimiento, alcanzó en el “Hombre de Vitruvio” de Leonardo Da Vinci su máxima expresión.
Como complemento a esta idea, podemos ver en el hexagrama (estrella de seis puntas) la reunión de dos triángulos equiláteros opuestos y entrelazados, uno con su vértice apuntando hacia arriba y otro hacia abajo. A veces, los triángulos aparecen de colores diferentes: blanco o rojo el superior y negro o azul el inferior (por ejemplo en el «pantáculo» martinista), pero siempre están indicando dos direcciones u orientaciones, una hacia lo alto y otra hacia abajo, manifestando de ese modo la conexión entre el Microcosmos y el Macrocosmos.
Esta estrella de seis puntas conecta el Cielo y la Tierra, lo de arriba y lo de abajo, el agua y el fuego, a Shiva con Shakti, recordando que detrás de toda aparente dualidad subyace la Unidad última.
En la Gran Obra alquímica, el hexagrama indica la completa integración manifestada en el andrógino, que no es pasivo ni activo, masculino ni femenino, horizontal ni vertical. Esto mismo se puede aplicar a Jesús el Cristo como símbolo y la unión perfecta de lo humano (Jesús) y lo divino (el Cristo).
Siendo así, al mismo tiempo que podemos observar en la estrella de cinco puntas al microcosmos (el Hombre), podemos también vincular al hexagrama con el Macrocosmos (el Hombre Universal, Adam Kadmon o Purusha) debido a su carácter integrador y universal.