La serpiente y el águila son dos animales que aparecen repetidamente en el simbolismo y en los relatos míticos de diversas corrientes espirituales de todo el globo.

En un primer acercamiento, podríamos decir que el águila es un ave solar, asociada al sol y a las alturas. En los relatos grecolatinos es quien acompaña a Zeus-Júpiter y se conecta con el rayo, un símbolo de poder que tiene una doble connotación: ilumina pero también fulmina.

La serpiente, por su parte, se vincula con lo bajo, con lo telúrico y con la materia.

En la iconografía cristiana, la serpiente es considerada la tentadora, asociada con el pecado original, mientras que el águila se relaciona con San Juan y su evangelio e incluso -en ocasión- con el propio Jesús el Cristo ascendiendo a los cielos. La victoria del águila ante la serpiente es -en síntesis- un triunfo de la luz sobre las potencias de la oscuridad, pero -como veremos a continuación- es mucho más que eso.

Para los mexicas, el águila era la conexión con lo alto, la fuerza cósmica del sol, al mismo tiempo que la serpiente representaba la fuerza terrenal, telúrica, ctónica. Esta forma de entender a estos animales es casi intuitiva y -como vimos- está presente en muchas otras culturas.

Sin embargo, es fundamental entender esta oposición no solamente como una dicotomía insalvable, sino también como un equilibrio de fuerzas que, en muchas tradiciones, se considera esencial para el orden del universo. De hecho, para los mexicas, el águila devorando a la Serpiente significaba la comunión de esas fuerzas vitales, el encuentro de los opuestos y esta concordia se hace patente con la máxima figura espiritual de estos pueblos: Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, quien integraba en sí mismo lo alto y lo bajo, las plumas (Quetzal, en nahuatl, significa “pluma hermosa”) y lo serpentino (Coatl, justamente, quiere decir “serpiente”).

El mito fundacional dice que los mexicas vagaron por varios sitios buscando su tierra prometida siguiendo las órdenes de Huitzilopochtli hasta que finalmente llegaron a un islote del lago de Texcoco y al llegar al sitio, el sacerdote Cuauhtlequetzqui dijo lo siguiente:

“El sitio donde el águila grazna, en donde abre las alas; el sitio donde ella come y en donde vuelan los peces, donde las serpientes van haciendo ruedos y silban! ¡Ese será México Tenochtitlan, y muchas cosas han de suceder!”

Este suceso mítico, del águila devorando una serpiente sobre un nopal, nos habla de dos fuerzas opuestas pero también deja en evidencia un centro, un ombligo u ónfalos, un axis marcado por el nopal y que se convierte en el corazón simbólico de una nueva civilización. Este centro no es solo un punto geográfico, sino también un lugar de conexión espiritual y cósmica, donde convergen las energías del cielo y la tierra, uniendo lo celestial con lo terrenal.

Este centro sagrado está presente en todas las tradiciones: La Meca en el Islam, Delfos para los griegos, Shamballah para los tibetanos, Jerusalén para los judíos y cristianos, Roma para el antiguo imperio itálico y la Iglesia Católica, Cusco para los incas, y podríamos seguir.

Ese “centro del mundo” determina un eje vertical arriba-abajo y actúa como intermediario entre el cielo y la tierra. Muchas veces se concibe como una “columna cósmica” que está representada por un árbol (como el árbol de la vida del paraíso, o el Ygdrassil de los nórdicos e incluso por el nopal al que nos estamos refiriendo), y en otras ocasiones está marcado por una roca, una escalera o una montaña.

Con el tiempo, este símbolo marcante se convirtió en el emblema nacional de México, pero -en rigor de verdad- no es exclusivo de la tradición mexica. Si investigamos el mito fundacional de la ciudad fenicia de Tiro, también encontraremos un águila y una serpiente. Este relato, que conocemos bien por el antiguo poeta Nono de Panópólis, cuenta cómo dos «rocas errantes» se convirtieron en la isla sobre la que se asentó la ciudad, y sobre la cual creció un árbol en el que un águila y una serpiente estaban en perpetuo conflicto. En lugar de un nopal, en este lugar había un olivo y aquí la misión de los exploradores era cazar al águila y sacrificarla a los dioses.

La imagen del combate entre el águila y la serpiente puede rastrearse en diversos entornos y contextos. Por ejemplo, en 2013, los arqueólogos encontraron en Londres una escultura con este motivo, perfectamente conservada, y datada en tiempos de la conquista romana de Britannia. El museo británico también conserva un ánfora datada en el 540 antes de Cristo donde aparece un águila con una serpiente en su pico en una escena donde Heracles se enfrenta a Gerión.

En Croacia tenemos este arco triunfal romano en Pula, donde se destaca -justamente- un águila y una serpiente, y en Pompeya también aparecen estos símbolos en una fuente de un jardín privado.

Un interesante emblema de Otto van Veen fue acompañado por el lema “Aquila non captat muscas” (”El águila no captura moscas”) dando a entender que el águila se enfrenta a rivales dignos y se involucra en cosas importantes, en retos que estén a su altura, y en este sentido la serpiente es un digno oponente.

En otras ocasiones, se alude a la serpiente como símbolo de prudencia en relación al texto bíblico donde se dice: “Sed prudentes como serpientes y sencillos como palomas”. Y aquí el simbolismo cambia totalmente, ya que al águila avanza en un cielo tormentoso llevando una serpiente en su pico mientras el lema señala: “Dum denotet imber” («Mientras retumbe la tormenta»). Por lo tanto, esto nos está hablando ya no de un enfrentamiento sino de que -cuando hay mucho ruido y adversidad- es mejor cerrar el pico y esperar a que amaine.

Hay varios ejemplos más pero creo que con estos bastan. De todos modos, si volvemos al significado principal, de esa oposición entre luz y oscuridad, cielo y tierra, bien y mal, lo sagrado y lo profano, etc., tenemos que comprender que la clave de este símbolo es centrarnos no en este antagonismo sino en la integración, en el entendimiento que esta lucha no es una lucha sino que es una cooperación (es decir, una operación conjunta) para la formación del mundo, para re-unir, re-integrar. Por lo tanto, el combate no es otra cosa que una danza, una danza de generación, una cópula entre el cielo y la tierra.

Y así como es arriba es abajo, también como afuera es adentro, y esta integración también tiene que darse en nuestro interior, siendo esta la premisa fundamental de la Alquimia Interior, un trabajo constante y gradual para propiciar las bodas alquímicas, el matrimonio sagrado en nuestro propio atanor, con una energía-fuerza que desciende de lo alto, el águila o rocío celeste, para encontrarse con la serpiente que sube desde la tierra, a veces llamada kundalini o energía serpentina. El que tenga oídos, que oiga.