El anillo del Rey Salomón ha dado lugar a innumerables leyendas, la mayoría de ellas de origen medieval, en las que se asegura que el poder y la sabiduría de este antiguo monarca israelita podían explicarse a través de un control absoluto sobre ciertas entidades y seres de los planos intermedios, que eran sometidas y utilizadas como “auxiliares invisibles”.
La primera obra que explica detalladamente la aparición del anillo es un texto apócrifo del siglo III d.C. titulado “El Testamento de Salomón” donde confluyen diversas fuentes judeocristianas vinculadas a la magia y la demonología. En este libro nos explica que el rey Salomón construyó su célebre templo con la ayuda de Beelzebub y sus demonios, a los que podía controlar a través de un anillo mágico que le había sido entregado por el arcángel Miguel.
Tras la muerte de Salomón, el anillo habría sido enterrado en el monte Sión, aunque algunos relatos sostienen que la reina de Saba –conociendo el inmenso poder del anillo– mandó fabricar uno idéntico, lo intercambió con el auténtico y lo preservó hasta su fallecimiento. Algunos han indicado que –años más tarde– el anillo habría sido regalado al sabio Zoroastro o bien a sus sucesores en tierras iranias, para regresar mucho después a Judea custodiado por tres magos zoroastrianos que lo llevaron como ofrenda a una gruta de Belén.
Eliphas Lévi solía hablar de un vínculo muy estrecho entre Salomón y Zoroastro, y decía que “en la magia de la Luz, la ciencia de las evocaciones es el arte de magnetizar las corrientes de la Luz astral y dirigirlas a voluntad. Esta era la ciencia de Zoroastro y del rey Salomón, si damos fe a las tradiciones antiguas, pero para hacer lo que hicieron Zoroastro y Salomón es preciso poseer la sabiduría de Salomón y la ciencia de Zoroastro” (1).
El símbolo que aparecía grabado en el anillo ha sido llamado “sello de Salomón” y consta de la superposición de dos triángulos equiláteros que forman un hexagrama perfecto. Este sello amalgama lo de arriba y lo de abajo o bien lo celeste y lo terrestre –que se representan con los dos triángulos– para encontrar un punto de equilibrio que era el fundamento de la ecuanimidad salomónica, a veces representada con una balanza.
Un círculo exterior suele aparecer como contenedor del hexagrama conformando un espacio cerrado que abarca la totalidad, pero también podemos observar otro espacio de forma hexagonal determinado por la intersección de los dos triángulos y que representa el dominio sobre el plano intermedio, donde residen las entidades sutiles, entre el cielo y la tierra, llámense éstas demonios, genios, ángeles o devas.
En la tradición mágica medieval y renacentista, el anillo de Salomón fue considerado el “talismán de los talismanes”.
Según fuentes árabes, el anillo estaba confeccionado de bronce y hierro, mientras que otros afirman que –si se desea fabricar una réplica– la misma debe estar elaborada con los siete metales planetarios (oro, plata, cobre, hierro, estaño, mercurio y plomo) y con una piedra de magnetita engarzada.
Eliphas Lévi explica detalladamente la fórmula para elaborar una copia del anillo salomónico:
“Tomad e incorporad conjuntamente una pequeña cantidad de oro y el doble de plata, en las horas del sol y de la luna, adjuntándole tres partes, semejantes a las primeras, cinco de hierro, seis de mercurio y siete de plomo. Amalgamadlo en las horas correspondientes a los planetas que rigen los metales, y haced con ello un anillo, cuya parte circular sea algo alargada y achatada, para grabar en ella los caracteres. Poned a este anillo un engaste de forma cuadrada conteniendo una piedra de imán roja, engastada también en un doble cerco de oro. Grabad en la piedra, arriba y abajo, el doble sello de Salomón. Igualmente, grabad en el anillo los signos ocultos de los siete planetas, tal como se ilustran en los dibujos mágicos de Paracelso o en la Filosofía Oculta de Agrippa; magnetizad fuertemente el anillo, consagrándolo todos los días, durante una semana, mediante las ceremonias prescritas en nuestro ritual, sin descuidar el color del vestido, los perfumes especiales, la presencia de los animales simpáticos, las conjuraciones de rigor que deben ser precedidas en cada ocasión por la conjuración de los cuatro. Luego envolveréis el anillo en un paño de seda, y una vez perfumado lo llevaréis con vosotros” (2).
El anillo se consagra como talismán con esta fórmula: “¡Te conjuro, oh anillo de Salomón, me permitas asimilar el poder de aquel Gran Rey a mi humilde persona!” (3) y evocando a los siete arcángeles Gabriel, Miguel, Rafael, Azrael, Metatrón, Sariel y Raziel.
La efectividad de este talismán, o mejor dicho de todos los talismanes, radica en el despertar y la canalización efectiva de ciertos poderes que existen en nuestro interior. Por eso, todo talismán no es otra cosa que un potenciador. De acuerdo con H.P. Blavatsky, “la más grande virtud y eficacia del talismán reside en la fe de su posesor, no por razón de la credulidad de este, o de que el talismán no tiene virtud alguna, sino porque la fe es una cualidad dotada de un potentísimo poder creador, y por lo tanto –de una manera inconsciente para el creyente– intensifica cien veces el poder originalmente comunicado al talismán por aquel que lo fabricó”. (4)
En otras palabras, el talismán “ejerce en quien lo lleva un efecto auto-sugestivo” y, sobre esto, Israel Regardie aclara que “la sugestión no puede implantar en la psique ni hacer surgir de ella lo que no está allí de antemano. La sugestión evoca únicamente factores psico-espirituales innatos” (5). En otras palabras, el valor de un talismán no está en la materia que lo compone sino únicamente en la voluntad de su portador.
Mientras no sea “cargado” o “consagrado”, “el talismán no es más que material muerto e inerte”, pues requiere “ser activado por fuerzas de planos más altos”. El portador es el único que puede “animar”al talismán construyendo un puente a fin de dotar a “una cosa inerte e impotente de movimiento equilibrado en una dirección determinada” (6).
Los talismanes también son utilizados como punto focal de un egrégor. Cuando un grupo de personas utiliza recurrentemente un mismo símbolo lo termina impregnando de una energía peculiar, convirtiéndolo en un centro de confluencia metafísica donde es posible entrar en en comunión con un colectivo más allá de las limitaciones espacio-temporales.
La Segunda Guerra Mundial fue una encrucijada histórica donde se manifestó un conflicto terrenal que era un claro reflejo de una guerra metafísica. Sobre esto, en un artículo anterior (“Los egrégores detrás de la historia”) expliqué que “las guerras visibles son verdaderamente enfrentamientos egregóricos, conflictos metafísicos que se hacen visibles en el plano más denso. En ellas, cada facción utiliza símbolos “marcantes” como forma de cohesión y centra su jefatura en un líder emergente que personifica al egrégor. El vencedor no solamente debe triunfar en el campo de batalla sino que, para que su victoria sea completa, debe aniquilar los referentes simbólicos del enemigo, incluido su líder. En este sentido, el proceso de Nuremberg (1946) no fue simplemente un juicio a los principales líderes nazis. Fue también un ritual “secular” realizado a propósito en una ciudad emblemática del nazismo, que culminó con el ahorcamiento de la mayoría de los oficiales juzgados”.
En el caso de los judíos –y dejando de lado toda consideración política– podemos apreciar en ellos a un colectivo (el pueblo judío) que mantuvo su egrégor vivo durante siglos y que –en un contexto totalmente adverso– se terminó fortaleciendo cuando un enemigo externo (el nazismo) intentó aniquilarlo.
Durante el conflicto, el hitlerismo usó la “estrella de David” (7) como una forma de identificar a los prisioneros judíos. Sin embargo, éstos –en lugar de considerarlo un estigma– lo terminaron reduciendo a su sentido simbólico más simple: una estrella dorada que puede brillar aún en las noches más oscuras y que servía como punto de conexión del egrégor judaico.
Culminada la Segunda Guerra Mundial, el pueblo judío –con el apoyo de las potencias vencedoras– dio forma al estado de Israel y terminó eligiendo como símbolo nacional a la “estrella de David” que retomó su sentido original, es decir no como una estrella sino como “escudo protector” (“Maguén David”) que también significa “[aquello que] defiende a David”. Reinterpretado este símbolo no como un hexágono sino como un dodecágono (una figura de doce lados) terminó por aludir a las doce tribus de Israel, otro símbolo poderoso de la tradición judía.
Si nos retrotraemos hasta el éxodo, recordaremos que las las doce tribus (que representan la totalidad del pueblo de Israel) acampaban en círculo alrededor de la vara de Aarón, la cual marcaba un eje o “Axis Mundi” que representa el punto de confluencia energética del pueblo judío. En los yantras de la India (8) este punto central se llama “bindu”y representa la unidad, el origen, el principio de la manifestación y emanación, el núcleo de energía concentrada.
Este mismo sentido axial del tabernáculo del desierto de Moisés fue replicado por Salomón al construir su templo, que se constituyó en el único centro de culto para el pueblo judío. En ese lugar, el arca de la alianza fue colocada exactamente en el centro (Sancta Sanctorum), en una ciudad sagrada con doce puertas (Jerusalén) que tenían los nombres de las doce tribus (9).
Notas del texto
(1) Lévi, Eliphas: “El gran arcano del ocultismo revelado”
(2) Lévi: op. cit.
(3) Ridley, H.: “La ciencia del amor”
(4) Blavatsky, Helena: “Glosario teosófico”
(5) Regardie, Israel: “Cómo construir y utilizar talismanes”
(6) Regardie: Op. cit.
(7) En verdad, sería más correcto hablar de un “escudo”(“Maguén David”). La principal diferencia que existe entre este símbolo y el Sello de Salomón es que –en este último– los dos triángulos aparecen entrelazados dándole un aspecto tridimensional.
(8) Un Yantra es un diagrama que resume visualmente la relación entre Shiva y Shakti, y que sirve como centro de meditación, llevando la mente hacia el punto central o bindu.
(9) Ezequiel 48:30-35