Tomemos como punto de partida este emblema renacentista, un rostro enmascarado observándose a sí mismo en un espejo y donde aparece la inscripción latina: “Seipsum fallere mos est”, lo que traducido significa “Es usual engañarse a sí mismo”.
Desde tiempos inmemoriales, la máscara ha sido un símbolo potente, un objeto que oculta y, al mismo tiempo, revela. Imaginemos, si se quiere, la máscara como una puerta o un enlace entre dos mundos: el de nuestra identidad fabricada y el de nuestra esencia auténtica, es decir nuestra naturaleza primordial.
En muchas culturas, la máscara ha desempeñado un papel crucial en rituales y transiciones vitales.
En varias tribus africanas, por ejemplo, las máscaras son mucho más que adornos rituales. En las ceremonias de paso de la juventud a la adultez, comunes en tribus como los Dogon de Malí o los Bambara de África Occidental, las máscaras no solo ocultan la identidad juvenil sino que simbolizan una metamorfosis espiritual y social. Al ponerse la máscara, el joven deja atrás su infancia y asume responsabilidades adultas, acompañadas de un nuevo estatus social y espiritual. Estas máscaras a menudo representan deidades, ancestros o espíritus de la naturaleza, integrando al individuo en una cosmovisión más amplia y conectándolo con las fuerzas vitales de su comunidad.
En la cultura nativoamericana, especialmente en tribus como los Hopi o los Kwakiutl, las máscaras son esenciales en rituales que marcan la temporada agrícola, la caza y otras transiciones importantes. Aquí, la máscara no solo transforma al individuo sino que también se ve como un puente entre el mundo humano y el espiritual. Estas máscaras a menudo son elaboradas y coloridas, representando animales, espíritus o antepasados, y su uso está rodeado de un profundo respeto y significado espiritual.
En Europa, durante el Renacimiento y en eventos como el Carnaval de Venecia, las máscaras se convirtieron en símbolos de libertad social y expresión. Permitían a las personas de diferentes clases sociales interactuar sin las restricciones habituales, creando un espacio donde la identidad convencional podía suspenderse temporalmente.
De manera similar, en el teatro griego clásico, las máscaras eran usadas no solo para proyectar emociones a grandes audiencias sino también para permitir a los actores asumir múltiples roles, transformándose de mortales a dioses, de héroes a villanos.
En el ámbito iniciático, la máscara se compara a menudo con el Ego y -como bien dice Ram Das– “El ego no es lo que eres realmente. El ego es la imagen que reflejas, tu máscara social, el rol que desempeñas. Esa máscara social prospera con la aprobación. Quiere el control y se mantiene en el poder porque se alimenta del miedo”.
Este Ego, forjado por las influencias sociales y culturales desde nuestra infancia, actúa como un disfraz necesario para navegar en el mundo material. Nos permite interactuar, cumplir roles y adaptarnos. Sin embargo, es solamente una faceta de nuestra vasta identidad, la más superficial, la punta de un iceberg que esconde bajo su superficie una profundidad mucho mayor, un mundo interno rico y complejo, lleno de potencial no explorado.
Este personaje egoico, a pesar de ser útil, puede convertirse en una cárcel. De hecho, la palabra “persona” del etrusco «phersu» se refiere a la máscara de los actores en una obra teatral y se refleja en muchas palabras que usamos en idioma castellano: persona, personaje, personalidad, personificar, etc.
Si observamos con detenimiento una la máscara, veremos que tiene dos partes más una, y me explico:
La Cara Exterior: Es la que mostramos al mundo, nuestra personalidad social. Como los lujosos y elaborados disfraces del Carnaval de Venecia, esta careta que mira hacia afuera nos permite encajar en la sociedad.
La Cara Interior: Es la parte oculta, la que toca nuestro rostro. Aquí yacen nuestros pensamientos, emociones y miedos. Es el rico mundo interior psicológico que rara vez revelamos en su totalidad, como los secretos escondidos detrás de las máscaras de los bailes de la época victoriana.
Sin embargo, la máscara necesita de un tercer elemento: un rostro, nuestro verdadero rostro, donde podemos encontrar nuestro auténtico ser, nuestra alma espiritual, el soporte necesario de ese atuendo. Este es el núcleo de nuestra identidad, como el sol brillando detrás de un eclipse, esperando ser revelado.
Las enseñanzas rosacruces nos recuerdan una y otra vez que el Ego debe ser un siervo, no un amo. En otras palabras, debería ser una herramienta para interactuar y sobrevivir en el mundo manifestado. Por lo tanto, el Ego debe ser entendido, domesticado y puesto a las órdenes del Yo Superior, para alcanzar el equilibrio necesario entre la materia y el espíritu, entendiendo siempre que -mientras estemos encarnados- somos seres de dos mundos y que precisamos hacer concordantes estas dos dimensiones, almas peregrinas con los pies en la tierra y la mirada en el cielo.