El lector avispado de la Biblia sabe que –para descubrir los secretos de estas escrituras tradicionales– es necesario leer entre líneas y colocarse por encima de las obviedades de la letra muerta.

Una de las historias engañosas del Nuevo Testamento –que tiene como figura principal a Jesús el Cristo– es la del endemoniado gadareno, que dice así:

“De entre los sepulcros, salió un hombre con un espíritu inmundo, que tenía su morada entre los sepulcros; y nadie podía ya atarlo ni aun con cadenas; porque muchas veces había sido atado con grillos y cadenas, pero él había roto las cadenas y destrozado los grillos, y nadie era tan fuerte como para dominarlo. Y siempre, noche y día, andaba entre los sepulcros y en los montes dando gritos e hiriéndose con piedras. Cuando vio a Jesús de lejos, corrió y se postró delante de Él; y gritando a gran voz, dijo: ¿Qué tengo yo que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te imploro por Dios que no me atormentes. Porque Jesús le decía: Sal del hombre, espíritu inmundo. Y le preguntó: ¿Cómo te llamas? Y él le dijo: Me llamo Legión, porque somos muchos. Entonces le rogaba con insistencia que no los enviara fuera de la tierra. Y había allí una gran piara de cerdos paciendo junto al monte. Y los demonios le rogaron, diciendo: Envíanos a los cerdos para que entremos en ellos. Y Él les dio permiso. Y saliendo los espíritus inmundos, entraron en los cerdos; y la piara, unos dos mil, se precipitó por un despeñadero al mar, y en el mar se ahogaron. Y los que cuidaban los cerdos huyeron y lo contaron en la ciudad y por los campos. Y la gente vino a ver qué era lo que había sucedido. Y vinieron a Jesús, y vieron al que había estado endemoniado, sentado, vestido y en su cabal juicio, el mismo que había tenido la legión”. (Marcos 5:2-15)

En primer lugar, es importante destacar que, a los efectos pedagógicos y espirituales, poco nos importa si este hecho –u otros del Nuevo Testamento– existieron realmente o son absolutamente simbólicos. Por esta razón, aunque este relato parezca estar protagonizado por demonios y cerdos, en verdad no se está hablando en ningún momento ni de unos ni de otros.

El episodio del gadareno es más profundo de lo que parece a simple vista. El lector sagaz descubrirá que en él se habla de la más alta Alquimia, mostrándonos con simpleza una “metanoia” o conversión, un giro desde la oscuridad a la luz, y en él podemos apreciar de qué manera un Hombre Viejo (Palaios Anthropos, de naturaleza plomiza) es transmutado en oro puro, en un Hombre Nuevo (Neos Anthropos, de naturaleza áurea), a través de la acción eficaz del Cristo entendido este como la “piedra filosofal”.

Mediante el proceso alquímico el plomo se refina, se purifica, para convertirse finalmente en un metal perfecto: el oro, que es el mismo Sol solidificado o bien la Luz convertida en materia. En lenguaje esotérico esta transformación se llama “cristificación”, y permite al profano –incoherente, sin propósito, prendado de la ilusión de la separatividad, con una conciencia fragmentada– transformarse en iniciado. En la lectura bíblica que estamos viendo se muestra al gadareno viviendo entre los sepulcros, que es una forma metafórica de referirse al mundo profano, donde habitan los “muertos vivientes”, es decir aquellos que carecen de vida espiritual.

La identificación de Jesús el Cristo con la piedra filosofal y con un poder transmutador asociado a las fases del trabajo alquímico no es nuevo y ha sido sugerido por los varios instructores e Iniciados de Occidente.

Jacob Böehme hablaba del Cristo como la “piedra filosofal espiritual” y la misma idea manejaron Robert Fludd, Ramon Llull, Heinrich Khunrath, Zósimo, George Ripley, Sincerus Renatus, entre otros. En el siglo pasado, Carl Gustav Jung estudió con detenimiento esta concepción en su obra “Psicología y Alquimia”, donde aseguró que “la alquimia establece un paralelismo entre Cristo y la sustancia que se busca, la lapis [es decir, la piedra]”.

Si Jesús el Cristo puede concebirse como la piedra filosofal, significa que es un mediador, un intermediario, el factor de transformación entre el plomo y el oro o entre dos estados de conciencia, el primero representado por el gadareno violento e incontrolable que aparece al principio de la historia, y el segundo por el hombre purificado y consciente que termina siendo liberado de sus demonios.

En el trabajo masónico, este tránsito se representa con la transformación de la piedra bruta que debe ser pulida y trabajada con esmero, para convertirse en una piedra cúbica.

El rol de intermediario nos lleva a relacionar al Cristo con otros símbolos de esta transición: el puente, la puerta, la escalera o el camino. Todos ellos encuentran su parangón en la figura de Jesús el Cristo.

El Cristo dijo ser “la puerta” (Juan 10:9) y “el camino” (Juan 14:6), y no es raro que los simbolistas lo suelan asociar a un elemento de transición entre una cosa y otra (una puerta y un camino como ya dijimos, pero también una escalera e incluso un puente), sin embargo el mismo Jesucristo puede llegar a ser considerado el “Hombre Nuevo”, el modelo a imitar, el arquetipo humano de perfección.

En este sentido, podemos verlo –sin que esto suponga una paradoja– como camino y destino al mismo tiempo, lo cual nos recuerda la máxima oculta de los tibetanos: “No puedes recorrer el Sendero antes de que tú te hayas convertido en el Sendero mismo”, lo cual en lenguaje cristiano podría parafrasearse de este modo: “No puedes recorrer el camino de Cristo antes de que tú mismo te hayas convertido en el Cristo”. De eso se trata la imitación de Cristo, descrita magistralmente por Tomás de Kempis y adoptada como hoja de ruta por el rosacrucismo primitivo.

No hay una recompensa al final del camino, pues el mismo sendero bien transitado es la mejor recompensa. Al saber esto, tomaremos conciencia de que el destino de nuestra peregrinación no está “adelante” sino “adentro”, en el centro del corazón.

La incoherencia y la falta de rumbo propia de los profanos puede explicarse por la ausencia de un “Yo” unificado que es bien estudiada por la Psicología Esotérica, la cual postula la existencia de “yoes”, es decir fragmentos de conciencia que actúan de forma independiente.

Recordemos una vez más que “profano” quiere decir “adelante o afuera del templo” y hace referencia a esas personas que viven hacia lo exterior, hacia afuera, encandilados con el mundo fenoménico, anestesiados y completamente ignorantes de su realidad interior.

Volvamos a lo que veníamos diciendo. Estos “yoes” son los “habitantes del interior” a los que se refería Helena Blavatsky en sus obras, los kurúes del Bhagavad Gita, que en la tradición judeo-cristiana reciben el nombre de “demonios”.

La guerra interior –de naturaleza alquímica– se fundamenta en la identificación de estos “yoes negativos” o “demonios” a fin de derrotarlos a través de la transmutación. El axioma “Solve et Coagula” (“Disuelve y coagula”) postulado por los viejos alquimistas describe este proceso: “disolver” significa matar nuestros demonios internos y “coagular” implica reencauzar y utilizar esa energía malsana para el crecimiento consciencial, es decir que la acción de una operación será el fundamento de la reacción a la siguiente. Piobb lo resumía de este modo: “Analiza todo lo que eres, disuelve todo lo inferior que hay en ti, aunque te rompas al hacerlo; coagúlate luego con la fuerza adquirida en la operación anterior”, mientras que Nicolás Flamel decía: “Nuestra Obra es la conversión y el cambio de un ser en otro ser, como de una cosa en otra cosa, de la debilidad en fuerza, de la corporeidad en espiritualidad”.

Por esto, el “Kybalión” deja en claro que “la transmutación es el arma del Maestro”, comprendiéndola como la transformación radical del vicio en virtud, a fin de que las debilidades pasen a ser fortalezas.

Mircea Eliade sostiene que “la transmutación alquímica equivale a la perfección de la materia; en términos cristianos, a su redención” entendiendo por esta “redención” la “recuperación” de algo perdido, es decir nuestra naturaleza original virtuosa, libre de los “agregados” demoníacos.

En nuestra historia, Jesucristo pregunta al gadareno: “¿Cómo te llamas?” y éste responde: “Me llamo Legión”, aclarando al instante: “porque somos muchos”, lo cual deja en evidencia la presencia invasora de un conglomerado de demonios independientes que –valiéndose del cuerpo del pobre hombre– aparentan ser una unidad.

El nombre elegido por los demonios para presentarse (“Legión”) nos remite al ejército romano, que, en esos tiempos, invadía las tierras de Judea, es decir que ocupaban un territorio que no les pertenecía, como los intrusos demoníacos en el interior del gadareno. Según Polibio, cada Legión estaba compuesta de 4.200 hombres, pero actuaba en los campos de batalla como una unidad.

La Escuela del Cuarto Camino fue -quizás- quien mejor explicó la naturaleza de los “yoes” como agregados psicológicos y siempre se refirió a ellos como “Legión”. Dice Ouspensky: “A cada minuto, a cada momento, el hombre dice o piensa «Yo». Y cada vez su «yo» es diferente. Hace un momento era un pensamiento, ahora es un deseo, luego una sensación, después otro pensamiento, y así sucesivamente, sin fin. El hombre es una pluralidad. Su nombre es Legión”. 

Una lectura ligera del relato del gadareno llevaría a preguntarnos: “¿por qué Cristo hizo entrar a los demonios en los cuerpos de los cerdos?”, “¿por qué tuvieron que pagar ellos –con su muerte– el problema del endemoniado?”, “¿acaso no fue injusto que los dueños de los cerdos tuvieran que perder a sus animales?”.

En verdad, estas preguntas no tienen necesidad de ser respondidas porque en este episodio bíblico la naturaleza de los chanchos es simbólica, no física. 

El cerdo, al ser observado en su hábitat fangoso, comiendo desperdicios y despidiendo aromas fétidos, siempre ha simbolizado la grosería, la materia más burda y la tendencia a lo terrenal. Por esto, los antiguos egipcios, los musulmanes y los judíos prohibieron la ingesta de la carne de puerco.

De acuerdo al Kybalión, toda transformación se fundamenta en un cambio de vibración, por lo cual en el ser humano purificado ya no tendría lugar el vicio, representado por los demonios. Siendo así, éstos, al verse amenazados por el Cristo, buscaron una forma corporal que les permitiera expresarse, es decir que posea un nivel vibratorio similar, y la encontraron en la piara de cerdos.

En otras palabras: para que el vicio se manifieste en la tierra, debe tener vehículos propicios para su manifestación, es decir: hombres viciosos. Sea como sea, el vicio solamente lleva a la autodestrucción (el despeñadero) mientras que la virtud es la fuerza motora de una vida plena, nueva y mejor. Siendo así, podríamos deducir que un cambio de conciencia global, es decir de toda la humanidad deberá estar supeditado a un cambio vibracional.

El hombre endemoniado de Gadara experimentó –a través de la intermediación de Jesús el Cristo– una metamorfosis, una transformación radical o metanoia.

“Metanoia” es un salto conciencial, una ruptura de nivel o muerte mística, una nueva forma de observar el mundo y de percepción integral, llevándonos a actuar en consecuencia. Después de esta ruptura, nuestra naturaleza “excéntrica” (alejada del centro) es transformada en “concéntrica”, tendiente al centro y en pos de la esencia primordial. En este sentido, los cristianos también hablan de la “metanoia” como una “conversión”

En el episodio que estamos estudiando, el gadareno –que al principio aparecía como un ser caótico, incontrolable y autodestructivo– luego de experimentar la metanoia apareció vestido (antes estaba desnudo), actuando pacíficamente y en total posesión de sus facultades.

Que el hombre transformado aparezca vestido no es casual, ya que toda transformación también significa “vestirse con ropajes nuevos”, desechando o quemando los viejos atuendos, lo cual es otra forma de hablar del “aura luminosa”. En el esoterismo cristiano es usual que se hable de “vestirse de Cristo” o “vestirse de luz” , que en diversas formas ritualísticas de las fraternidades iniciáticas implica colocarse una túnica, un mandil u otros atuendos de color blanco.

La Biblia es un tratado de Alquimia Espiritual y en sus líneas está escondido el magno secreto de la Gran Obra. Por lo tanto, este magnífico libro tradicional no nos habla de viejas historias y personajes olvidados, sino que nos está hablando de lo que está sucediendo aquí y ahora dentro de nosotros.Mientras que los profanos y los materialistas observan en la Biblia contradicciones, hechos cuestionables, cronologías dudosas y afirmaciones pseudo-científicas, los discípulos e iniciados contemplan en ella un magnífico “mapa del tesoro”, pletórico de pistas certeras que indican el camino al Árbol de la Vida, que nos ofrece el fruto más preciado y delicioso: el de la reintegración.