Cuando hablamos de “Iniciación” no estamos refiriéndonos a ceremonias, rituales o formalidades litúrgicas sino a un momento cumbre en el desarrollo espiritual, un estado de conciencia superior que también se conoce como Iluminación, despertar de la conciencia o apertura del ojo interior.
Este hito existencial permite que nuestra conciencia alcance un punto de observación privilegiado, un espacio situado exactamente entre la materia y el espíritu, un lugar intermedio a veces llamado “Mundus Imaginalis”, que no es otra cosa que el plano del Alma.
En esta posición central, el Alma iluminada –que estaba anestesiada, miope y confundida– puede finalmente recordar, ver y orientarse conscientemente.
La expansión de la conciencia es una consecuencia del despertar de nuestras facultades latentes. La apertura del “ojo del corazón” nos permite integrar los dos planos y llevarnos al reconocimiento de que somos “seres de dos mundos”: entidades espirituales viviendo una aventura material. Con la Iniciación desaparece toda oposición, toda dicotomía entre “lo sagrado” y “lo profano”.
El equilibrio entre dos mundos puede resumirse en la máxima discipular: “Pedes in terra ad sidera visus” que significa “Los pies en la tierra, la mirada en el cielo”, una alusión a este punto intermedio que nos permite convertirnos en puentes, elementos de conexión entre lo que está arriba con lo que está abajo, lo de adentro con lo de afuera.
La negación de la vida interior nos condena a vivir una existencia superficial, vacía, carente de propósito. Pero –por otro lado– la negación del plano material nos puede llevar a una vida solitaria y miserable, donde la espiritualidad puede ser simplemente una excusa para aislarnos y evadirnos de nuestras responsabilidades.
La vida espiritual no puede esconderse del mundo y ese fue, justamente, el monumental aporte del Buddha: “Si las cuerdas del sitar están demasiado tensas, se rompen. Si están demasiado flojas, no suenan”. La vía del medio. Lo mismo expresaban los alquimistas al decir: “Fac fixum volatile et volatile fixum” (“haz fijo lo volátil y volátil lo fijo”), aludiendo a una materialización del espíritu y una espiritualización de la materia.
La aceptación de estas dos realidades como complementarias e interdependientes, y su incorporación plena a la cotidianidad, nos permite hablar de una espiritualidad iniciática, una vía trascendente que toma como punto de partida la vivencia y no la creencia, y que prioriza el equilibrio armónico entre los dos planos.
La vida espiritual necesariamente debe estar integrada en nuestra vida diaria: en todo lo que hacemos y en lo que dejamos de hacer, en nuestra relación con los otros, en nuestros pensamientos, palabras y acciones.
Esta visión se contrapone a la espiritualidad entendida como un “hobby”, es decir a una actividad confinada a un espacio y tiempo limitado (ejemplo: la iglesia los domingos o la sala de meditación dos horas por semana).
La espiritualidad iniciática está subordinada a un Ideal fundamentado en la Fraternidad Universal y en el Amor, en un camino de regreso a la fuente primigenia tanto a nivel individual (la reintegración con el Uno) como a nivel comunitario (la restauración de la sociedad primordial).
La adhesión intelectual a este Ideal Iniciático no es suficiente. Es necesario hacernos uno con él, convirtiéndonos en instrumentos de Dios en la Tierra. Y al hablar de Dios no estamos hablando de una divinidad antropomórfica y externa, sino del único Dios que vale la pena: el que habita en nuestros corazones.
Al lograr esta conciencia permanente de la presencia divina en nosotros, permitimos que la sabiduría trascendente fluya y se exprese a través de nosotros para convertirnos en canales de Dios, en agentes eficaces del Ideal Iniciático.